El desafío independentista

Conviene recordar

Pi y Margall elevó los niveles de incompetencia política a cotas difícilmente superables; aunque nunca se sabe

España, 11 de febrero de 1873, la monarquía democrática y liberal daba paso, con dudosa legalidad, a la I República. Amadeo I abandonaba el país. Vino la República, no traída por los republicanos, escasos y mal avenidos, como reconoció Castelar. Se presentó de la mano de unos políticos monárquicos desleales. Fue un error, como había anunciado Prim en 1869. No era sencillo un cambio de dinastía, pero habría de resultar más complicado, y traumático, implantar una República sin republicanos. ¿Qué república? En cuestiones de sexo, como ahora pretenden algunos, ya se vería.

En el primer acto con Figueras en la Presidencia del poder ejecutivo, predominó la nota cómica. Pero ya el 12 de febrero, tuvieron lugar en Montilla graves incidentes. Menos dañosa sería la declaración de la junta revolucionaria de Dos Hermanas que abolió para siempre el Concilio de Trento. Decisión magnífica, sin duda. En numerosos lugares de Andalucía, y otras partes de España, se sucedieron importantes alteraciones del orden. En Barcelona, se intentó proclamar el estado catalán. Lo evitó, de momento, un viaje de don Estanislao a la Ciudad Condal. Pero la criatura seguía sin declarar si era unitaria o federal. Y, como suele ocurrir, a falta de política posible se hacía política de apariencias.

El 23 de marzo se convocaron elecciones a Cortes Constituyentes con escasa participación. Los republicanos federales obtuvieron un triunfo aplastante. Establecidas las Cortes, sin debate previo ni acuerdo formal ninguno, el presidente de la Cámara, el marqués de Albaida, proclamó la República Federal. Era el 8 de junio y Figueras, que ya había intentado dejar el poder en abril, dimitió a pesar de las presiones para que continuase. Ante los dislates cotidianos, había llegado a decir «estoy hasta los c.... de todos nosotros». Mandó a su cuñado, Rafael Serrano Magriña, que le llevara la maleta a Atocha, salió a pasear por el Retiro hasta llegar a la estación, subió al tren para Francia y así consiguió dejar su cargo.

El 11 de junio le sustituyó Francisco Pi y Margall. Llegaba la hora de la construcción de un nuevo Estado, desde abajo; según la teoría de Pi, a partir de cada municipio. ¿Cómo? Con un «pacto sinalagmático, conmutativo y bilateral» ¿Qué? Pues eso. Pactos no hubo, pero municipios con afán soberanista, muchos. El desorden mayúsculo se tradujo en múltiples insurrecciones cantonales: Sevilla, Valencia, Málaga, Granada,... etc.; con Cartagena como referencia emblemática. Durante los 185 días que duró este cantón, se separó del Estado español; pidió la adhesión a Estados Unidos; amagó con declarar la guerra a Alemania; bombardeó y expolió otros cantones, .... ; en fin, un remanso de paz, armonía y fraternidad.

Mientras arreciaba la batalla en las Cortes con intervenciones brillantes y otras más conformes a las maneras rufianescas. Eso sí fueron incapaces de aprobar una Constitución que nunca llegó a puerto.

Pi y Margall elevó los niveles de incompetencia política a cotas difícilmente superables; aunque nunca se sabe. Ante la caótica situación creada por los insurrectos, se limitó a algunas admoniciones invocando el orden. Como ejemplo máximo de firmeza escribió al gobernador de Murcia, el 14 de julio de 1873, en pleno movimiento insurreccional: «El camino para la realización de la República Federal es llano y sencillo, no lo compliquemos por la impaciencia de unos pocos hombres». Vamos un ejemplo rotundo de gobernante decidido a cumplir con su deber.

Suñer y Capdevila, que en las Cortes de 1869 había declarado la guerra a Dios, a los reyes y a la tuberculosis, mostraba ahora su facies angelical. Reconocía que los insurrectos eran un conjunto de golpistas; pero se trataba de sus correligionarios y «una cosa era considerarlos facciosos y otra luchar contra ellos». Modelo admirable de conducta política.

Ante tanta pasividad, José Prefumo, diputado republicano por Cartagena, exigió que se aplastara la insurrección con los medios previstos en la Constitución. «Yo no he visto nunca que las insurrecciones se resistan con bizcochos y confites». Tuvo suerte de que no le llamaran «facha», seguramente porque el término no se había puesto de moda.

El fracaso completo «del programa Pi» trajo a la presidencia del Poder Ejecutivo, el 18 de julio a Nicolás Salmerón, que entregó el mando del Ejército a los generales de mayor prestigio y movilizó un número importante de reservistas. Promulgó un decreto declarando piratas a las tripulaciones de los buques sublevados y solicitó a las marinas de las potencia amigas que obraran en consecuencia. Faltaba restablecer la disciplina en las fuerzas armadas. Sin embargo don Nicolás, «krausobuenista» irreductible, dimitió al no admitir que se implantara la pena de muerte para los delitos cometidos en el ámbito militar, aún en campaña.

El 3 de septiembre recibió Castelar la presidencia del Poder Ejecutivo. Aceptó a condición de que le fueran concedidas amplias facultades durante tres meses, entre ellas, cerrar las Cortes. Logró una cierta pacificación, pero al cumplirse el plazo y reanudarse las sesiones parlamentarias, el 2 de enero de 1874, fue obligado a dimitir. Pavía, Capitán General de Madrid, disolvió las Cortes.

La utopía de la I República quedó enterrada en Cartagena a un elevado precio, bajo los oficios de Antonete Gálvez, auxiliado por Colau. Solo restaba, como señaló Galdós, que continuara de Cartagena a Sagunto.