Ministerio de Justicia
De nuevo sobre la independencia judicial
Siento volver sobre un tema tan cansino. Me refiero a la independencia judicial, algo que lleva décadas torturándonos. Es como otro clásico: la reforma de la Justicia. El día que se reforme y –al parecer– sea independiente, no sé de qué vamos a hablar. El caso es que hace poco aplaudía el pacto de investidura de PP y Ciudadanos, que incluye volver al modelo genuinamente constitucional: que de los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial, sus doce jueces vuelvan a ser elegidos por los jueces, no por los partidos políticos.
En el acto de Apertura de Tribunales, el presidente del Consejo y del Tribunal Supremo realzó nuestra independencia y lamentó que haya quien la niegue al mezclarla con un Consejo de origen político. Lleva razón, pero conviene no olvidar. En 1985 el PSOE enterró el sistema genuinamente constitucional para que el poder político tutelase el gobierno judicial, cambio que el Tribunal Constitucional avaló siempre que el Consejo no reprodujese las mayorías parlamentarias, justo lo que ha ocurrido desde entonces, igual que desde entonces el nombre del presidente del Consejo –y del Tribunal Supremo– ha salido de La Moncloa. Negarlo sería negar lo evidente.
Ciertamente una cosa son los jueces juzgando y otra el Consejo gobernando, pero sigamos recordando. En ese cambio fue determinante un Tribunal Supremo que por aquellos años anulaba decisiones en política educativa, una materia de importancia estratégica e ideológica como el tiempo y las urnas han confirmado. Y aquel gobierno que se consideraba omnipotente, no iba a tolerarlo: «Con este Tribunal Supremo no se puede gobernar», afirmó su entonces poderoso vicepresidente. Y actuó en consecuencia.
Ese recelo hacia ese tribunal llevó a que el poder político optase por controlar el gobierno judicial. No se le diría al juez qué debe resolver, pero el código genético de la composición política del Consejo se transmitiría a sus actos discrecionales, es decir, a los nombramientos de los más relevantes cargos judiciales, aquellos que revisan las decisiones de todos los jueces y marcan el criterio que deben seguir. Pensar que los autores de tal cambio concebían lo gubernativo como algo ajeno a lo judicial sería vivir en otro mundo: las puntadas siempre con hilo.
Cada juez es independiente, lo afirmo, pero esto no impide afirmar que el sistema de Consejo partitocrático está ideado para esa tutela política. Otra cosa es que lo haya logrado, pero logrado o no es lo que desprestigia a la Justicia y hace que, con toda lógica, el ciudadano dude de su independencia: repugna que un poder cuya esencia es la independencia sea gobernado desde los partidos.
Al margen de esos recelos ciudadanos, hoy día, más que de politización, en el sentido vulgar o coloquial del término, habría que hablar de ideologización judicial y en este sentido sí que hay jueces –también asociaciones– que no ocultan que su cometido es ideológico, aun revestido con los nobles ropajes del Derecho. Que haya esa ideologización es grave, pero más aun que, además, desde alguna asociación se emitan comunicados al hilo de los acontecimientos político-judiciales con una marcada tendencia partidista.
Hecha esta excepción, insisto, más que de politización prefiero hablar de ideologización, término que asumo como arriesgado por ser equívoco. Esto es delicado porque no es necesariamente censurable conformar ciertos tribunales con una composición plural, con magistrados de distintas «sensibilidades» en la forma de entender el Derecho, la jurisdicción, etc. y que reflejen la realidad de una sociedad plural. Sí sería censurable que esa composición se procurase con desequilibrio y sectarismo y, sobre todo, al margen de todo mérito profesional objetivo.
Los enemigos de la vuelta al sistema originario –Consejo elegido por jueces– advierten que eso llevaría a otra politización, la de las asociaciones judiciales: de la partitocracia a la «asociaciocracia». No lo niego, pero es un riesgo que hay que correr y, sobre todo, es conjurable. Por lo pronto reportaría credibilidad en términos de independencia, aparte de que ese gobierno pasaría a ser responsabilidad no de unos cualquiera, sino de aquellos en los que se confía para ejercer un poder del Estado, conocen de primera mano los problemas y, además, siempre podrían apartar al mal gobernante. Lo que se viene llamando democracia, vamos.
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