Moscú

El castillo de naipes libanés se tambalea

Hace poco menos de seis años –mayo a septiembre de 2007–, el Ejército libanés andaba enfrascado en la reconquista del campamento palestino de Nahar el Bader, cerca de Trípoli, al norte del país de los cedros. En el interior del campo, con unos 40.000 habitantes, se había instalado un grupo extremista suní, Fatah al Islam, vinculado a Al Qaeda, con unos seiscientos guerrilleros. Dado que las fuerzas de seguridad libanesas tenían prohibido el acceso a los campamentos de refugiados, los chicos de Fatah al Islam habían reunido armamento y provisiones como para librar una guerra. No está claro cómo comenzaron los incidentes –hubo un atentado contra un autobús en un barrio cristiano y un intento de asalto a un banco de Trípoli–, pero el caso es que la batalla subsiguiente, con diversos periodos de tregua, duraría cuatro meses. El Ejército libanés, intencionadamente mal armado, tuvo casi 200 muertos y un millar de heridos antes de conseguir dominar la situación. Los extremistas islámicos perdieron más de 400 hombres. Pero la victoria libanesa no hubiera sido posible sin la asistencia urgente que prestó Estados Unidos. Media docena de aviones de transporte trasladaron al Líbano munición, armamento ligero, misiles contra carro, visores nocturnos y munición de mortero, dotando a los militares de los medios que les faltaban. Pero, recuerden, era el año 2007 y, por esas fechas, cuando en Washington oían la palabra «Al Qaeda» reaccionaban como un mihura ante un trapo rojo. Hoy, sin embargo, los norteamericanos se avienen a negociar con los talibanes y discuten la posibilidad de armar a los rebeldes sirios, cuyas brigadas están trufadas de seguidores del difunto Bin Laden. Menos mal que en el Líbano están curados de espanto. La semana pasada, su Ejército se las vio de nuevo con el viejo enemigo, esta vez en la ciudad de Sidón. En uno de sus barrios, Abra, se había instalado un imán radical salafista, es decir, suní, llamado Ahmed el Assir, quien, indignado por el apoyo de Hizbulá al Gobierno de Damasco, llamó a la guerra santa. Sus huestes atacaron varios puestos del Ejército, matando a dos oficiales y a un soldado, y los militares decidieron poner fin a la situación. Ahmed está en paradero desconocido, su mezquita, arrasada, el barrio recuerda al viejo Beirut de la guerra y los muertos en el enfrentamiento se cuentan por decenas. Los líderes suníes están llamando a la calma, pero sus seguidores culpan al Ejército de tener una doble vara de medir y le exigen que aplique la misma mano dura a los chiíes de Hizbulá. No parece. El Líbano es un castillo de naipes que, mal que bien, aguanta a condición de que nadie venga del exterior a mover la mesa.

Hizbulá es un estado dentro del estado, pero en la misma medida que lo son los cristianos o los suníes. El problema es que la guerra civil de Siria ha extendido a su vecino el conflicto sectario, siempre latente, entre suníes y chiíes. Si los primeros organizaron en seguida las redes de abastecimiento a los rebeldes sirios, con el apoyo financiero de Qatar; los segundos, es decir, Hizbulá, han acabado por intervenir en apoyo de su correligionario y aliado, como es Asad. También están luchando por Damasco voluntarios iraquíes e iraníes. Sólo falta que Washington y Moscú se pongan a mover la mesa, para que el castillo de naipes salte por los aires.