Relaciones internacionales
El malestar occidental
Occidente todavía sigue sin una estrategia clara para hacer frente al fenómeno terrorista (algo no de extrañar teniendo en cuenta que los líderes occidentales, con Obama a la cabeza, todavía no se ponen de acuerdo siquiera sobre la naturaleza de dichos atentados: las palabras «islam» y «musulmán» siguen proscritas en cualquier discurso público)
Los sucesos históricos rara vez nos cogen «históricamente preparados». A veces es un avión acercándose a la ventana de nuestra oficina mientras trabajamos, la detonación de un explosivo en el tren que nos lleva al trabajo, la bala de una ametralladora que pone fin a un concierto en un club nocturno, o un camión de 19 toneladas que nos arrolla mientras observamos distraídamente los fuegos artificiales en una cálida noche veraniega.
Es comprensible que ataques como los descritos anteriormente sorprendan a Occidente con la guardia baja. Es también entendible que Occidente tarde en percatarse de las profundas implicaciones que conlleva un acto de este tipo. Lo que resulta llamativo es que tras quince años de ataques terroristas Occidente siga perdido y confuso ante cada nuevo atentado.
Una década y media en la que Occidente todavía sigue sin una estrategia clara para hacer frente al fenómeno terrorista (algo no de extrañar teniendo en cuenta que los líderes occidentales, con Obama a la cabeza, todavía no se ponen de acuerdo siquiera sobre la naturaleza de dichos atentados: las palabras «islam» y «musulmán» siguen proscritas en cualquier discurso público). Frente a una religión ideologizada que alimenta el odio a Europa y América en el mundo musulmán, Occidente no ha ofrecido más respuesta que eslóganes vacuos («Todos somos Charlie», «el islam es una religión de paz»...), bombardeos esporádicos y conmemoraciones emotivas (eso sí, neutros hasta el extremo de quedar libres de cualquier contenido y significancia).
¿Qué sociedad representamos? ¿Merece la pena luchar, matar y morir por defender esa sociedad? ¿Estamos dispuestos a sacrificarnos por nuestros ideales? ¿Qué encaje ofrecemos a los cientos de miles de inmigrantes musulmanes que llegan a Europa? ¿Qué proyecto de futuro estamos construyendo?
A día de hoy las respuestas no son muy alentadoras: desde hace cincuenta años ya no se da un consenso en Occidente sobre qué es Occidente y cuáles son nuestros valores (y sí merece la pena conservarlos o han de ser enterrados). También, desde hace setenta años, ya poca gente está dispuesta a sacrificarse por su país o los ideales sobre los que se fundamenta nuestra civilización (de ahí que de una manera patológica América y Europa inviertan enormes sumas de dinero en desarrollar formas de combatir que posibiliten un mínimo despliegue de tropas sobre el terreno como los drones o misiles guiados). En cuanto a la inmigración y a la cuestión de la creciente minoría musulmana en nuestra sociedad, las políticas han sido erráticas (políticas de acogida y puertas abiertas seguidas de cierres de fronteras y apresurados retornos forzosos) y carentes de cualquier visión a largo plazo (cómo se va a integrar a una considerable población de refugiados cuyas creencias y formas de entender el hombre y la sociedad están en las antípodas de las que imperan en los países que los acogen). Y cuando hablamos de integración y proyecto a largo plazo, visto lo visto, no debería incumbir sólo a esta generación de refugiados, sino a la de sus hijos, nietos y bisnietos.
«Nosotros amamos la muerte más de lo que vosotros deseáis la vida». La bravuconada islamista contiene una verdad esencial del conflicto en el que vivimos. Hay un bando (etéreo, disperso) que está dispuesto a todo. Este bando está firmemente unido por unas creencias religiosas y unos claros objetivos políticos (el que sean ilusorios o apocalípticos no resta claridad al objetivo). Por otro lado, tenemos a unas sociedades divididas, hedonistas, ricas, decadentes y, por ahora, poderosas. La ausencia de motivación y creencias lo suplen con su ventaja tecnológica (que en el plano militar les da una ventaja aplastante sobre los islamistas). Unas sociedades decididas a no afrontar el conflicto en el que llevan inmersas durante quince años. Confiando su paz y bienestar a eslóganes de buena voluntad y guerras por control remoto en lugares lejanos.
Pero los hechos históricos, aunque fastidiosos, son ineludibles. Más allá de una bomba o de un hombre fuera de sí con un hacha, lo que revelan estos sucesos es una profunda transformación en el mundo musulmán que inevitablemente implica a Occidente. Esos hechos no son más que temblores, reflejo del movimiento de las placas tectónicas de la historia. En éste caso el de un mundo musulmán confrontado con la modernidad y su impotencia. El de un Occidente en declive y envejecido haciendo frente a poblaciones jóvenes y empobrecidas (de Oriente Medio y el norte de África) y a nuevas potencias que reniegan del estatus quo mundial (Rusia y China).
Y así pasa el tiempo, con nuestra sociedad hastiada y buscando entretenerse ajena a estos problemas. Buscando refugio en cosas fugaces e instantáneas, como los fuegos artificiales. Maravillándose en ello ajena al camión que se acerca rápidamente llevándose todo por delante.
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