Finlandia

La cuestión de la inmigración

Muchos países (especialmente de la OCDE), a medida que vean a sus poblaciones envejecer y reducirse, adoptarán posturas favorables a la inmigración

El mes pasado, pocas horas después de la elección en la que el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, obtuvo su segundo mandato, comenzó a cobrar cuerpo la idea de que mucho había contribuido a su victoria el apoyo mayoritario de los votantes hispanos. El Partido Republicano, tradicionalmente identificado con la línea dura en temas de inmigración, de pronto empezó a hablar de la necesidad de introducir reformas amplias. En opinión de los expertos, si los republicanos se resistían a hacer estos cambios, perderían a la próxima generación de votantes hispanos y dejarían al partido relegado en forma casi permanente al lugar de la oposición.

Puede que sea cierto, puede que no. Pero la elección en Estados Unidos traerá consecuencias para la cuestión de la inmigración que van más allá de la mera conveniencia electoral (y que pueden ser instructivas para los gobiernos de todo el mundo). La increíble rapidez con que los partidarios de políticas anti inmigración abandonaron esa postura indica que la mayoría de los estadounidenses quiere, sobre todo, que se adopte un enfoque racional y que sus dirigentes se hagan cargo del tema en vez de esquivarlo.

Cuando se trata de la inmigración, los políticos suelen actuar movidos por el temor, tendencia que se agudizó desde el inicio de la crisis financiera internacional. El ascenso del extremismo nacionalista en lugares como Grecia y Finlandia reforzó la idea de que políticamente es mejor no hablar de inmigración, a menos que sea en contra. Por eso, o bien los políticos tratan el tema relacionándolo con cuestiones de seguridad fronteriza e identidad cultural o bien lo evitan.

Pero es muy probable que al hacerlo estén malinterpretando las inquietudes de sus ciudadanos. A menudo, la reacción de los votantes no es tanto expresión de malestar con los inmigrantes, sino más bien de un profundo desencanto con los gobiernos por no haber sabido crear un sistema inmigratorio funcional. Los votantes quieren un sistema que permita la entrada legal de los trabajadores que necesitan las economías locales y que al mismo tiempo impida la entrada ilegal; que estreche el control sobre los empleadores explotadores; y que provea recursos para la integración de los inmigrantes a las comunidades.

Aunque haya votantes a los que no les guste que algunos inmigrantes entren a sus países en forma ilegal, a muchos les resulta igual o incluso más inadmisible que se los obligue a vivir ocultándose durante décadas o que sus hijos puedan ser deportados a países que jamás vieron.

Cuando la inmigración se desenvuelve en forma legal y ordenada, la opinión pública la ve con ojos favorables. En una reciente encuesta realizada a ambos lados del Atlántico por el Fondo Marshall de Alemania se descubrió que, si bien en todos los países la inmigración ilegal es un tema de preocupación para la mayoría de la gente, no ocurre lo mismo cuando se trata de la inmigración legal: solamente el 26% de los encuestados europeos y el 18% de los estadounidenses expresaron tener inquietud al respecto.

Haber cedido al extremismo el debate sobre la inmigración también alentó el surgimiento de otra distorsión extraordinaria: en general, la gente cree que la cantidad de inmigrantes que hay en su país es mucho mayor que los que hay en realidad. En la misma encuesta del Fondo Marshall de Alemania, los encuestados británicos estimaron que el 31,8% de los habitantes del Reino Unido nacieron fuera del país, cuando la cifra real es 11,3%; en el caso de los estadounidenses, la cifra estimada por los encuestados fue 37,8%, tres veces el porcentaje real de inmigrantes, que es 12,5%. Este tipo de creencias erróneas dificulta todavía más el intento de mantener un debate razonable sobre la cuestión.

La inmigración plantea desafíos que, independientemente de que uno sea más o menos favorable a ella, se deben abordar. En la actualidad, según las Naciones Unidas, 214 millones de personas viven fuera de su país de nacimiento, mientras que en 1970 sólo eran 82 millones. Incluso si de aquí en adelante no cruzara alguna frontera ni una persona más, estos desafíos no desaparecerán.

La realidad es que muchos países (especialmente los miembros de la OCDE), a medida que vean a sus poblaciones envejecer y reducirse, adoptarán posturas favorables a la inmigración. Por ello, necesitan encontrar el modo de gestionar bien el proceso inmigratorio en vez de dejar el tema en manos de los contrabandistas de personas y los extremistas. Además, ahora que casi la mitad de los emigrantes se trasladan de un país en vías de desarrollo a otro, estos problemas ya no serán exclusivos del Primer Mundo.

Lo bueno es que durante la última década hubo muchos avances importantes en materia de gestión de migraciones. Los funcionarios encargados pueden aprovechar la experiencia de países que implementaron programas exitosos para la integración de los niños inmigrantes a sus sistemas educativos o que lograron establecer una correspondencia entre sus necesidades de mano de obra y las capacidades de los inmigrantes. Paralelamente, los países en vías de desarrollo están aprendiendo a aprovechar mejor las remesas de dinero de sus ciudadanos expatriados (que este año ascenderán a 406.000 millones de dólares), por ejemplo, mediante la emisión de bonos específicamente dirigidos a los miembros de la diáspora o la creación de otras oportunidades de inversión para el sector.

Muchas de las partes interesadas cuya opinión es importante ahora también piden un sistema de inmigración más racional. Los sindicatos, que antes eran escépticos respecto de la inmigración, ahora se muestran cada vez más favorables a la introducción de reformas que la alienten. De hecho, fueron uno de los actores que impulsaron el Convenio sobre el Trabajo Decente para las Trabajadoras y los Trabajadores Domésticos acordado el año pasado, que busca proteger los derechos de entre 50 y 100 millones de personas que, según se estima, realizan trabajo doméstico en todo el mundo.

Si los políticos apoyaran reformas inteligentes y progresistas, lograrían al menos que la cuestión inmigratoria no pese tanto el día de la elección; incluso podrían darla vuelta a su favor. Y hay algo más importante y que excede los intereses electorales: ayudarían a crear en sus países una sociedad mejor, donde la política se guíe por un debate cívico razonable, no distorsionado por el comportamiento socialmente destructivo de contrabandistas y extremistas. Y al fin y al cabo, ésa es la razón de ser de la política democrática.