Historia

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La historicidad de la conciencia

La idea moderna de conciencia surge en la literatura judeocristiana y se desarrolla y adquiere proceso en la cultura occidental, hasta cristalizar en el desarrollo de la personalidad, dando así origen a riquísimas modalidades del ser consciente como afectividad, experiencia de lo real, reflexión, personalidad y voluntad

La Razón
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El problema de la conciencia es de una enorme densidad, tanto por su misma entraña como por la multiplicidad de enfoques que ha tenido en todas las perspectivas de las ciencias humanas y sociales. Henry Ey, en su libro «La conscience» (París, 1963), destaca la complejidad de su definición. En el citado libro de Ey, cuya versión española se debe a mi compañero de carrera en la Universidad Literaria de Valencia, doctor Bartolomé Garcés, se hace referencia a las tres dimensiones específicas de la conciencia en consideración ontológica: «Ser consciente es vivir la particularidad de la propia experiencia en la universidad del saber», lo que equivale a admitir que se trata de una estructura compleja; la vida de relación que une al sujeto consigo mismo con los demás, al mundo histórico como realidad: en los actos humanos de relación el mundo se hace manifiesto a los seres humanos. Ello equivale a aceptar que las cosas no se hacen manifiestas por la mera existencia, para adquirir conciencia que va desde el lenguaje –forma interior del pensamiento– hasta las formas más elevadas de la creación más elevada de la espiritualidad. Con ello se dispone de un haz de profunda entidad intelectual y espiritual en cuanto concierne al ser humano en lo que éste tiene de esencial.

Cada comunidad tiene una conciencia histórica, o dicho de otra manera, dispone de un pensamiento que, según Raymond Aron, son «dimensiones de la conciencia histórica» (1962), es decir, lo que significan conceptos como «humanidad», «civilización», «pasado», «futuro», «tradición». Cada uno de ellos, un haz de profundo contenido problemático en lo que sólo puede caracterizar la conciencia y crear una representación del mundo que varía a tenor de la persona desde la cual se visualiza la época desde la que se da la observación y las circunstancias que rodean la realidad.

La experiencia histórica está empapada por la óptica religiosa, política, económica, social, cultural del momento histórico. De manera que la mente humana aprehende la realidad desde su mismidad biológica, antes de transmitirla a la alteridad.

La idea moderna de conciencia surge en la literatura judeocristiana y se desarrolla y adquiere proceso en la cultura occidental, hasta cristalizar en el desarrollo de la personalidad, dando así origen a riquísimas modalidades del ser consciente como afectividad, experiencia de lo real, reflexión, personalidad y voluntad. Naturalmente todas estas modalidades del ser consciente convienen al ser histórico, en cuanto a las relaciones del ser con la vida, la intencionalidad, la decisión y la acción, que conducen a la formación de la personalidad colectiva. De modo que la conciencia aparece en el eje central del ser psíquico como el campo en el que se organiza la experiencia, según las estructuras constituyentes de su organización autóctona, y cumple la condición histórica de no poder vivir su vivido sin presentarlo en el presente, que es centralidad momentánea entre el pasado (u-cronía) y el futuro (utopía).

Con razón Paul Ricoeur afirma que la conciencia no es una totalidad, sino selectiva y temática, que deja unos márgenes en lo afectivo, en el recuerdo de lo real, lo imaginario, el nivel mental mítico, la personalidad y la voluntad. El problema actual consiste en la tremenda magnitud del inconsciente, que debemos captar el inconsciente como el rechazo, la recusación, la negación o condenación de un pasado y su aprisionamiento en la profundidad del ser, donde las grandes contradicciones como la angustia, la agresividad, el amor y el odio, y, en general, todo cuanto es opaco, toda represión, todo cuanto no puede y no debe ser por estar prohibido en el sentido mismo de la existencia. El inconsciente se revela, pues, como una contrarealidad, que es el origen ético de la convivencia, en la que hay que situar las estructuras del mundo histórico.

La posición, en definitiva el inconsciente, sólo puede captarse como un modo de ser consciente o, si se quiere, una relación de continente a contenido. Ello no supone una posición de reciprocidad en el espacio, sino una relación de implicación en la estructura misma del ser consciente. El inconsciente es el reverso del ser consciente, del que forma parte consustancialmente aquello contra lo que el ser consciente se organiza; dicho con ideas de Merleau-Ponty el «negativo orden representado por la organización del ser psíquico». Aquí se forma uno de los más importantes avances de la teoría histórica analítica: la Historia es, ante todo, una ciencia del conocimiento de la realidad humana comunitaria.