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La verdad en la guerra

La Razón
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Nunca habíamos vivido unos tiempos en los que las informaciones llegan de forma tan inmediata. Nunca el despliegue de agencias, corresponsales, cámaras y fotógrafos había sido tan denso. Sobre cada terminal de telefonía móvil aparecen, casi al tiempo en que se producen, sucesos de todo el mundo.

Pero, por otra parte, nunca habíamos vivido tan mediatizados. Las noticias manejan nuestras conductas y sentimientos, ya sea para ofrecernos un producto farmacéutico, para vendernos un «diésel» respetuosísimo con el medio ambiente, para canalizar a conveniencia un proceso electoral o un imaginario plebiscito nacionalista. Lo manipulado, lo incierto, lo imprevisible, acampa en nuestras vidas –y en la guerra como parte de ellas– junto a esta proliferación de información inmediata. Ciertamente, luego llegarán los juicios serenos y ponderados de buenos especialistas. Tampoco nunca los habíamos tenido de tanta calidad. Pero el efecto inmediatez ya habrá causado estragos en gran parte de la opinión pública, ceñida sólo a la lectura de titulares llamativos y breves o a los limitados caracteres de una de las redes sociales más extendidas. Hoy nos sorprende un brutal atentado en Ankara con más de cien muertos, como ayer nos sorprendieron el ataque a las Torres Gemelas o las masacres en los trenes de Atocha, en el Metro de Londres o en una apacible playa de Túnez. En todos, hubo dudas inmediatas sobre las razones esgrimidas por los asesinos, incluso sobre su identidad.

No extrañe, por tanto, el lector que al conocer la noticia del bombardeo por parte de la aviación norteamericana sobre un hospital de Médicos sin Fronteras (MSF) en Kunduz dudase sobre la veracidad de la información. Kunduz, ciudad de 300.000 habitantes ubicada al norte de Afganistán, frontera con Pakistán, fue la última ciudad que dominó el régimen talibán antes de su derrota por las fuerzas de la Alianza del Norte en 2001. Desde entonces había sido controlada por el gobierno de Kabul, hasta que el pasado 28 de septiembre fue nuevamente conquistada, una gran victoria para el mulá Akhtar Muhammad Mansour, el discutido sucesor talibán del mulá Omar.

Entendí que se daban dos circunstancias: mandar un mensaje al presidente Ashaf Gani cuando cumplía su primer año de mandato y la inmediata apertura del 70º Periodo de Sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas, momento que siempre «estimula» a movimientos revolucionarios para recordar su lucha y su existencia.

El 30 de septiembre los corresponsales en la zona certificaban la evacuación en Kunduz del personal de la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas a la vez que informaban de que los talibanes «tomaron el control del hospital municipal de 200 camas». En el legítimo interés del Gobierno afgano por recuperar la importante capital de una de sus 34 provincias, en las informaciones difundidas, en el decidido apoyo norteamericano por consolidar el régimen de Kabul, está parte de la clave de lo sucedido tras el ataque aéreo que produjo 22 muertos en el hospital, algo más que proscrito y prohibido por las más elementales leyes de la guerra. En el posible error humano de un piloto volando a gran velocidad, puede estar el resto.

Pero me vinieron enseguida otras escenas de «guerras sucias», guerra de las mentiras o guerra difusa, como la llaman ciertos especialistas. Las mismas que se esgrimieron sobre las armas de destrucción masiva en manos de Sadam o la producción en la Libia de Gadafi de plutonio para uso militar.

En 1991 Irak invadió Kuwait. Se difundió la noticia de que los soldados de Sadam habían entrado en hospitales materno infantiles, desconectado las incubadoras como indiscutible signo de barbarie. Este hecho fue «prueba fundamental» para que el Congreso norteamericano autorizase al presidente Bush a entrar en guerra con el régimen de Bagdad. Como si no bastase el hecho de apoyar a un aliado invadido por un país vecino. Lo sensible, lo que podía impactar a la opinión pública, eran las incubadoras desconectadas. Se pudo demostrar posteriormente que la información era falsa y que la testigo principal era la hija de un embajador acreditado en Kuwait.

El reconocimiento por parte de EE UU del hecho de Kunduz, las públicas disculpas y la promesa de indemnizar en lo posible a los afectados me han sacado de la duda sobre el bombardeo del hospital de MSF. La conocida ONG se niega a recibir indemnizaciones oficiales de un gobierno –en cierto sentido refuerza su independencia–, lo que no la exime de solicitar a sus socios y simpatizantes aumentos de aportaciones. Un día después del bombardeo, MSF España ya llamaba a nuestras casas solicitándolo. Tampoco lo tienen fácil y cualquier forma de marketing debe ser aceptada en apoyo del gran esfuerzo que realizan en zonas de guerra.

La verdad es un raro efecto de la guerra, que sólo se da en ciertos momentos. Espero comprenda mis dudas, querido lector.