Joaquín Marco

Las tempestades

La Razón
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Lo que se abate sobre nosotros en los inicios del nuevo año no es la tormenta, sino una suma de tempestades de diverso signo, que certifica aquel dicho popular de que quien siembra vientos recoge tempestades. Y no cabe duda de que vientos de diverso signo han sido sembrados por unos y otros, de aquí, de allá y de mucho más allá. Escribía Pío Baroja en sus memorias de vejez, tituladas acertadamente como «Desde la última vuelta del camino» porque se sentía viejo y moralista, exhibiendo con orgullo su desmadejado estilo: «Creer que porque las frases puedan ser distintas las preocupaciones y los sentimientos también son distintos es una ilusión. Todo el que sale de un gran peligro, naturalmente, se alegra de ello; y el acostumbrado a hablar en cínico dirá una frase de su repertorio, y el que tiene la costumbre de emplear palabras pomposas las usará: pero esto no querrá decir que el uno sienta fuertemente la catástrofe por los demás y el otro no.// El egoísmo es la fuerza de la vida». Su divagación por el tema que le lleva de Spinoza a su admirado Shopenhauer desemboca en algo que todavía hoy debería hacernos reflexionar: «El mercantilismo ha cogido todas las capas sociales en los países de Europa y América, y será imposible luchar contra él. Ya no hay antídoto contra este veneno». En los tiempos de Baroja no existía todavía la conciencia global que entonces excluía dos continentes: Asia y África. Pero la reflexión barojiana permite hoy incluirlos sin reparos. Pese a algunas experiencias sociales fallidas tanto en Asia como en África, el mercantilismo –o como quiera llamarse– ha acabado triunfando en todo el orbe. El intuitivo e impío don Pío entendía que su origen era el egoísmo humano, tan universal como necesario, porque forma parte de nuestra naturaleza. El ya mencionado filósofo Shopenhauer definía la cortesía como la hoja de parra del egoísmo. Pero nuestros tiempos han olvidado este recurso. No la tienen ni los hombres públicos que admiramos, ni siquiera las naciones o sus gobiernos. Si los individuos ya no disimulan su egoísmo, mucho menos creen necesario hacerlo los partidos políticos que les representan. Sobre España se cierne en estos momentos toda suerte de tempestades. La más ruidosa, como tantas veces se había advertido, es la catalana. La última maniobra del liberador Artur Mas ha situado el proceso catalán en primer término y a España como factor desestabilizador de la UE. Pero los votantes del pasado 20 de diciembre, que democráticamente siempre tienen razón según normas que hemos aceptado, configuraron un considerable desgobierno. El Gobierno en plenas funciones y el presidente Rajoy a la búsqueda de una muy difícil mayoría, ha podido amenazar al flamante President de la Generalitat asegurando «que no dejará «pasar ni una» si incumple la Ley». En funciones, tampoco puede hacer otra cosa; pero sea quien sea quien forme gobierno (el Estado sobrevive a cualquier elección), deberá ofrecer alguna alternativa positiva y factible a un panorama tan complejo como desolador. Tal vez algunos independentistas catalanes estén deslumbrados con la nueva luz del proceso, pero la mayoría de los ciudadanos, más atentos a lo cotidiano que a lo patriótico, observan con preocupación las tempestades que se abaten y dejan sentir ya sus efectos sobre el corrupto mercantilismo que nos domina. Europa no sólo no crece económicamente, sino que se muestra incapaz de asimilar los tres mil refugiados que logran llegar a diario a las costas de Grecia e Italia. Gran Bretaña exhibe con orgullo su falta de solidaridad, crecen de nuevo las fronteras que creíamos ya desaparecidas y los signos de xenofobia resultan alarmantes. Aquellos países que calificábamos de emergentes el pasado año viven ahora fuertes retrocesos sociales. Ni siquiera la sorprendente economía china se muestra capaz de sortear un pesimismo que alcanza países y continentes. Alemania ya no es lo que era: no parece el motor de Europa (aunque siga siéndolo), sino la simbólica e impune trampa de Volkswagen. Tampoco podemos dirigir nuestra mirada a EE UU, porque crecen, es cierto, al tiempo que sus desigualdades sociales, como advertía el presidente Obama. Múltiples tempestades se agitan sobre nuestras cabezas, unas más próximas y otras lejanas, aunque todas constituyen peligros amenazantes sobre nuestras cabezas. Nunca hemos sido capaces de corregir el egoísmo innato que nos caracteriza. No es tan sólo un rasgo español o catalán, sino que podemos descubrirlo en los genes que han ido transmitiendo nuestros antepasados. Cuando anhelábamos una sociedad más justa, lo hacíamos rompiendo la tendencia natural al egoísmo que Baroja denominaba mercantilismo y que otros calificarán de moldeable capitalismo, pero nadie ha logrado escapar de él. Y el espectáculo que ha ofrecido la pequeña formación catalana de las CUP, autocalificada como anticapitalista, muestra lo que pueden dar de sí las fuerzas alternativas. Es lógico que ahora y aquí nos mostremos pesimistas cuando cruzan, unas tras otras, las tempestades. Pero el pesimismo no deja de ser el ensimismamiento del egoísmo. Si los vientos trajeron tempestades, también la sabiduría popular señaló que después de la tempestad llega la calma. Sin embargo, que nadie espere rasgos de generosidad. Priva el egoísmo (con excepciones individuales y de organizaciones que tratan de corregirlo) aunque, bien aprovechado, puede resultar también positivo. Nos ha permitido llegar a los seres humanos hasta estos desiguales estadios.