Francisco Nieva
Leyendas y misterios poblanos
Le llamaron a voces sin obtener respuesta. Y pasaron las horas, una noche, un día entero, una semana y un mes... Su mujer, la supuesta viuda, se quedaba sin valedor y sin pecunia. El alcalde le asignó una pensioncita de nada, hasta que un hombre se prestó a protegerla y quiso casarse con ella
Los pueblos de España son magníficos veneros de anécdotas pintorescas y misteriosas leyendas, que nos informan de un interesante pasado con tintes literarios. Desde muy pequeño, yo he convivido con estos relatos, que contribuyeron absolutamente a desarrollar mi imaginación de dramaturgo en ciernes. Aquí van dos pequeños ejemplos.
Misterio primero, del que me sentí protagonista:
La casa de mis abuelos paternos era al mismo tiempo un banco y tenía una puerta de hierro colado proveniente de Alemania, con preciosos ornamentos modernistas que yo acariciaba con delectación. La aldaba era una manaza que atronaba toda la casa con la resonancia del hierro. Un día, absorto en un rodal amarillento y herrumbroso, advertí que allí crecían como unos pelos negros y se lo dije a mi padre. Al instante fue en busca de una lupa y observó detenidamente.
-«Acabas de descubrir algo tremendo. Estos pelos son del bigotazo del chulo Tacones, al que voló la cabeza de un escopetazo un rival que rondaba a su novia, Mariquiña Censo, una criada gallega muy desenvuelta, la cual se llevó un disgusto tremendo y, muy pesarosa de haber provocado aquella tragedia, entró en un convento como monja pobre y sin dote, al servicio de las otras confesas. Esto sucedió hace ya más de veinte años. Antes de que tú nacieras».
Pintoresco hallazgo, del que aún me siento estremecido. Para mí fue una emoción indescriptible tocar con los dedos los restos pilosos de tan pretérito asesinato.
Misterio segundo:
Aunque para leyenda pueblerina, la casa de mi madre en Valdepeñas, heredada de sus tías abuelas, Teresa y Josefa Cejudo, descendientes del doctor Cejudo, del que cuentan las crónicas que fue amigo personal de Cervantes y de Lope. La historia sucede muy a finales del siglo XVIII y es por demás extraordinaria y pintoresca.
Casi a la entrada de la casa se levantaban unas puertas que daban a una cueva vinatera, tan común en el pueblo. Al principio era un espacio en donde se dejaban madurar y refrescar los melones, así como garrafas de agua potable. Mas a partir de un punto, aquello se estrechaba misteriosamente. Producía miedo y claustrofobia, y se decía que por allí había desaparecido un hombre, por mal nombre Peyote. Peyote era un espontáneo espeleólogo y se propuso saber a dónde conducían aquellas oscuras anfractuosidades. Provisto de una pequeña lámpara de carburo, una azadilla y una caja de mixtos, se ató una larga cuerda a la cintura y se adentró en lo desconocido. Después de algunos tirones, en un descuido, la cuerda desapareció como tragada por un abismo inescrutable.
Le llamaron a voces sin obtener respuesta. Y pasaron las horas, una noche, un día entero, una semana y un mes... Su mujer, la supuesta viuda, se quedaba sin valedor y sin pecunia. El alcalde le asignó una pensioncita de nada, hasta que un hombre se prestó a protegerla y quiso casarse con ella. Aunque debieron esperar el tiempo en que Peyote se considerase oficialmente desaparecido o muerto y fuera del censo pueblerino.
Pero, ¿qué había ocurrido en realidad? El misterio nos lo desveló a mi madre y a mí mi tío Ignacio Morales, que fue director del Hospital de Valdepeñas y tenía acceso todos los papeles de sus antecesores. Entre estos documentos halló algunos que daban fe de la existencia de Peyote y de sus idas y venidas del uno al otro extremo del pueblo, horadado por completo por cuevas y laberínticos pasadizos. Peyote se abrió paso hasta desembocar en otra cueva distante, donde se encontró a una mujer a la que se abrazó estrechamente. Le dijo: -«Tú eres la mujer ideal. La que me tenía reservado el destino». La mujer se dejó abrazar y besar por aquel ferviente manchego. El polígamo se casó con ella cristianamente en un burgo cercano y vivieron felices por un determinado tiempo, al cabo del cual, a Peyote se le ocurrió volver a la cueva del inicio y se presentó, como un fantasma del pasado, ante las dos descendientes del doctor Cejudo, que se llevaron un susto mayúsculo. Ellas le contaron qué había sido de su mujer y de su nuevo matrimonio. Peyote exclamó furibundo: -«Así me guarda las ausencias ese putón desorejado. Ese matrimonio no es válido, y esa zorra tiene que volver a mis brazos». Salió a la calle echando espumarajos por la boca. Juraba y vociferaba sin medida, dando muestras de alienación. Y en efecto, Peyote no estaba en sus cabales.
Al final, lo recogió por caridad el director del hospital del pueblo, para ser trasladado más tarde a un manicomio, donde murió oscuramente de un mal infarto. Todo el mundo hablaba en el pueblo del loco Peyote, de su matrimonio, sus correrías subterráneas y sus aventuradas apariciones. Hasta que el tiempo borró su leyenda y a mí me dijeron, con catorce años, que un hombre había desaparecido por aquel dédalo sombrío. Fin de la leyenda.
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