Literatura

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Pla en otra Cataluña

La Razón
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El aspecto payés de Josep Pla le permitía disimular sus complejidades, recelos, miedos y ambiciones. Le conocí en una etapa fulgurante de la revista barcelonesa «Destino», cuando ésta llegaba regularmente a kioskos de Madrid y del País Vasco. Se había convertido, de la mano de Josep Vergés, su artífice, dirigida en teoría por Néstor Luján, en un medio liberal renovador a fines de la década de los sesenta del pasado siglo. Pla, su más sonado colaborador, aparecía de vez en cuando por una redacción desguarnecida salvo cuando se producía alguna ineficaz asonada estudiantil. Cualquier posibilidad tumultuaria le horrorizaba y entonces mandaba su artículo a través de un recadero, escrito a mano en papel de desconocidos albaranes. Las dificultades de lectura las solventaba Vergés con una secretaria especializada en descifrar su letra. Sus temores a las todavía inexistentes revueltas se combinaban con la tacañería que se entendía como característica de la gente del campo. Observaba el mundo desde una perspectiva acomodaticia y su innegable influencia sobre la burguesía catalana del momento era la del observador crítico, aunque benevolente. Llegaba desde una Cataluña anterior que logró construir los pilares de una cultura propia, tras lograr recuperar la lengua con instituciones como el Institut d´Estudis Catalans, la Biblioteca de Catalunya o el singular Museo de Arte Románico. Pla había visto cómo una serie de personajes, a los que más tarde biografió con un genérico «homenots», se esforzaba por modernizar una sociedad que, con mayor rapidez que en el resto de España, pretendía alcanzar la modernidad. Pero la industria textil, eje del salto adelante, se construía con telares ya desechados en Manchester.

Vergés, merecedor de una adecuada biografía, procedía del Burgos del Movimiento Nacional, junto a Ignacio Agustí. La revista, fundada en 1937 por Xavier de Salas y José Fontana, sobrevivió hasta 1980 en tres etapas diferenciadas. A aquellos se les ocurrió también la feliz idea de montar en Barcelona una editorial y el premio Nadal que se concedía en un trasnochado hotel de las Ramblas barcelonesas. A finales de los sesenta miraba por encima del hombro a la todavía tambaleante Planeta. Pla, conservador en esencia, había mantenido, como la mayor parte de la legión de periodistas y colaboradores que fueron sucediéndose en las diversas etapas de la revista, un respeto por la democracia británica y durante la II Guerra Mundial se consideró aliadófilo, pese a que el título «Destino» derivaba del lema joseantoniano de aquella España, destino en lo universal. Cuando le traté se mostraba inquieto por la perduración de su obra. Cuando publicó «El quadern gris» grupos de jóvenes, no siempre catalanistas, se mostraban interesados en un Pla que ya había publicado casi toda su obra en catalán en otra editorial tras cierta apertura del régimen franquista iniciada con el permiso para editar la obra de Jacint Verdaguer. Pla había sido aceptado a regañadientes por parte de la sociedad catalana que nunca le concedió el Premi d´Honor de les Lletres Catalanes y nunca fue perdonado por sus excesos acomodaticios, puestos de manifiesto antes y durante la Guerra Civil y su posición antirrepublicana. «¿Usted cree, Sr. Marco, que les interesó a los jóvenes?», me preguntó en más de una ocasión. Cuando llevaba ya tres o cuatro volúmenes de su Obra Completa se me ocurrió un titular para pedir el Premio Nobel para Pla. Me llovió una multitud de cartas anónimas insultantes a la redacción. Nunca le perdonaron sus infidelidades ideológicas.

«¿Señor Vergés –le escuché en una ocasión– no tendría por casualidad algún traje de esos que ya no utiliza para mí?». No es que el escritor fuera pedigüeño. Comía en los mejores restaurantes, abusaba de los mejores licores, utilizaba los burdeles de Palafrugell, viajaba como reportero, aunque si la revista le pagaba un viaje en avión, descubría alguna naviera de carga que le permitiera hacer el viaje por menos dinero. Vergés, que le compró los derechos de su obra completa (incluso la que todavía no había escrito), mostró siempre una fidelidad respetuosa hacia su «estrella». Y el premio catalán emparejado con el «Nadal», recién concedido, fue bautizado como Pla y felizmente sobrevive. Actué en sus primeras convocatorias en su jurado, reunido a la vez que el del Nadal, en el domicilio de Vergés en Pedralbes, la zona noble y más cara de Barcelona. La revista «Destino» fue adquirida, pagando un buen precio, por Jordi Pujol y, en absoluta decadencia, tras la dirección anarcoide de Baltasar Porcel, malvendida al grupo de Porcioles, que controlaba «El Noticiero Universal», en el ámbito de una turbia UCD, periódico de tarde que desapareció poco después que la revista, ya en plena Transición. Me pregunto cómo habría reaccionado Pla ante esta conflictiva, dividida y utópica Cataluña del independentismo rampante. Algunos sectores de la Cataluña preconstitucional lo observaron siempre con recelo, pese a que como Balzac, fue el más fiel observador de su sociedad. Hoy podemos leer hasta los fragmentos que suprimió de sus dietarios que suenan críticos, aunque tibios, sobre aquellos años. Pla fue un escritor de cultura francesa, gran lector de los franceses dieciochescos, temeroso de cualquier cambio radical. Había observado la revolución rusa y la guerra civil española y sus consecuencias. Aquella Cataluña entró más tarde en una etapa oscura. Pla la prefirió a la republicana, que consideró llena de incertidumbres. La de hoy, tan distinta, perdió aquel espíritu conservador que ejercía de contrapeso y una abierta clase media ilustrada siempre apegada a la realidad, sepultada por una rocambolesca utopía. ¿Cuántos lo leen?