José Jiménez Lozano
Reposiciones antiguas
Por desgracia, parece que, en cuanto al discurso político al menos, nuestro país va tendiendo hacia el nivel de una adolescencia «de antes de hacer la Reválida», y ha quedado anclado en el tiempo de los miserables enfrentamientos clericalismo-anticlericalismo del XIX y buena parte del XX, entendidos como «progreso»; un equívoco concepto que, como decía Karl Marx, puede invitar a creer, al «tonto del calendario», que éste fabrica el progreso con la caída de sus hojas.
En la medieval guerra de las Investiduras la Iglesia luchó contra el poder laico por la propiedad de bienes y el ejercicio del poder de esos laicos en ella, que llegó hasta primeros del XX, cuando todavía Austria utilizó su privilegio de «non placet» o veto, en la elección papal de 1903.
De otra parte, el poder laico se apoderó, a través de los siglos, de los bienes raíces acumulados en la Iglesia, y esto se hizo a veces de acuerdo con la misma Iglesia, como con Fernando el Católico y otros reyes hasta Carlos III; o por la fuerza, como en Alemania e Inglaterra, donde los príncipes seculares se hicieron con los bienes eclesiásticos con ocasión de las reformas religiosas; o también en el caso de las medidas desamortizadoras liberales, hechas de un modo muy similar a un despojo, y por razones primariamente ideológicas, porque, como escribe Wofgang Braunfels, a propósito del triste final de buena parte de la arquitectura monacal, aquellos señores, liberales e ilustrados, no podían permitir que nadie viviese de otro modo que el diseñado por ellos, y tampoco les desagradaban los beneficios económicos de esa imposición.
Lo cierto es que lo que podría llamarse lucha clerical-anticlerical acabó cuando acabaron los tiempos de cristiandad, llegó la modernidad, y el anticlericalismo se convirtió en anticristianismo. La laicidad del Estado, que significa que su gobernación no es asunto de la Iglesia, es interpretada como laicismo, que es una religiosidad estatal, al modo de los dos grandes totalitarismos necesariamente laicistas de nuestro tiempo, en los que el Estado era Dios, y disponía de toda vida humana –de nacimiento a muerte–, como dueño de ellas. Y nunca hubo una cultura más religiosa que ésta, con sacrificios de pueblos enteros en honor de la diosa raza, la diosa clase, la diosa economía, o la ideología.
Sobre este históricamente anacrónico asunto de clericalismo-anticlericalismo, escribe Michael Burleigh que fue «una posición histórica que pasaba por alto que el monoteísmo cristiano había separado a Dios del mundo, y había impulsado así al hombre a hacerlo inteligible, pero también lo que podrían llamarse los orígenes paleoliberales de muchas limitaciones esenciales del poder secular que el mundo moderno había heredado de enfrentamientos muy anteriores entre la Iglesia y el Estado». Y explica Jürgen Habermas: «El universalismo igualitario –del que salieron las ideas de libertad y solidaridad, de autonomía y emancipación, la idea de una moral de la convicción personal, de los derechos del hombre y de la democracia– es una herencia directa de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana de la caridad. Esta herencia jamás ha cesado de ser objeto de nuevas apropiaciones críticas y de nuevas interpretaciones, pero sin que su sustancia haya cambiado. Y es que, hasta hoy en día, simplemente no hay alternativa. Incluso frente a los retos presentes de una constelación postnacional, continuamos alimentándonos de esa sustancia...Todo lo demás no es más que cháchara postmoderna» Y ¿es que no convendría saber esto desde la escuela?
Porque, a veces, una nueva generación tiene la tentación del adamismo o de que con ella comienza el mundo, o va a inventarlo, pero, sólo si todos logramos aprender algo de la Historia, necesariamente nos tornamos más realistas, agradecidos, y modestos. Y entonces es cuando se da otro paso adelante.
No utilizaríamos a favor del cristianismo el solo hecho de que sea un bien social, porque sería rebajarlo, pero, como decía Chesterton, sí que es lo único que nos libera de las estúpidas supersticiones del siglo, que no es lo que menos necesitamos precisamente.
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