Joaquín Marco
Tiempo de silencios
Hemos dado por finalizada la campaña electoral que, de forma invasiva, se ha venido soportando desde todos los ángulos, incluidos los de amigos y familiares. El ruido ha sido de nuevo atronador, reiterado y tal vez inútil por lo que convendría que las conversaciones sobre los posibles e imprescindibles pactos se celebraran en una sordina que coincide ya con el calor que nos pone de los nervios. Por estas fechas, con los niños en casa o en centros de ocio, se planificaban las vacaciones de agosto –si las hubiera– o se aprovechaban las sombras, a poder ser vegetales, que la sabia Naturaleza nos otorga. Llegó la hora de las lecturas fáciles (incluso de desencantados congresos de editores) y de la cultura, sobre la que las formaciones que habrán de gobernarnos mantienen un sospechoso silencio. Nos desvelamos con el futuro de las pensiones, mientras en España Rajoy se ve en la obligación de hacer un auténtico encaje de bolillos para formar gobierno y los partidos de Gran Bretaña, ya ajena a la UE se descomponen víctimas de sus propios engaños y trampas, porque su moral puritana les impide, contra lo que sucede en estos lares, seguir mirando hacia otro lado. Parece ya del todo imposible volver atrás y rehacer el referéndum, mal les pese a Escocia e Irlanda del Norte. Hay situaciones en el ámbito de las naciones, como en el de las familias, casi imposibles de resolver. Pero el desenganche británico será lento y posiblemente pueda arreglarse, como en los buenos divorcios, con la menor sangre posible. Los impasibles ingleses, sin embargo, se manifiestan más nerviosos que en otras ocasiones: será por la devaluación de la libra esterlina. Allí sigue y seguirá el ruido, habrá cambio de líderes en las formaciones y hasta formas de convivir en el seno de la propia sociedad (si logran superar el temor a los emigrantes) así como con los antiguos socios, aliados militares y hasta fraternales amigos.
Lo que conviene agradecer ahora es un relativo silencio. No aquel «Tiempo de silencio», título feliz de la novela de Luis Martín Santos, en la que describía signos y consecuencias sociales de la dictadura franquista. En 1976 el filólogo y pensador judío alemán George Steiner, que hoy cuenta con ochenta y ocho lúcidos años, publicó su libro «Lenguaje y silencio», una colección de brillantes ensayos literarios y sociológicos. Cayó en mis manos gracias a Carmen Balcells y en mi función, por entonces de editor, pretendí publicarlo en una editorial que no logró superar una de las tantas y cada vez más severas crisis que azotan más peligrosamente al gremio. Pero el lector interesado puede hacerse con él, y otros más recientes que recomendamos. Intuía ya entonces la precipitada decadencia del humanismo actual, que algunos jóvenes calificarán de nostálgica, pese a que no hemos logrado sustituir aquellos referentes grecolatinos y bíblicos que sustentaron la idea primigenia de una Europa que observamos cómo va resquebrajándose. Los poderes económicos ocupan ahora el primer plano y ni siquiera nos extraña que las autoridades alemanas, incluyendo la propia canciller, pretendan apretar los tornillos del déficit de Portugal y España, cuando pasaron de puntillas por el de Francia (porque Francia es Francia) o anteriormente por el de la misma Alemania, a la que se apoyó en tantos sentidos en los difíciles años de la reunificación. Pero el pesimismo de Steiner se matiza adecuadamente. En una reciente entrevista, publicada en «Babelia», entiende que «puede que esté muriendo una cultura clásica de carácter patriarcal y esté surgiendo otra de formas nuevas e intermedias, una cultura hermafrodita, bisexual, transexual y en la que desde luego la mujer contribuirá de forma muy especial a recuperar los sueños y las utopías».
Los inicios de este nuevo siglo ofrecen otros indicios culturales y muestran la descomposición de valores que habríamos considerado intocables no hace tantos años. Las nuevas tecnologías están modificando las formas de transmitir la cultura y la cultura misma. A muchos nos parecerá perversa la desaparición en las aulas de enseñanza media de la filosofía o de la literatura. No es que callen en un proceso histórico que se nos antoja galopante –y tal vez lo sea menos de lo que parece a simple vista– es que resultan silenciadas. Y ello afecta principalmente a la enseñanza pública. Los colegios exclusivos cuidan bien de que este fenómeno no se materialice, porque es así como se construyen las élites, de las que tanto esperó en vano y en su tiempo Ortega y Gasset. Pero la decadencia de las Humanidades afecta a cualquier orden de la vida, al equilibrio social, porque disminuye el espíritu crítico, destruye cualquier utopía y nos retrotrae a aquellos tiempos en los que nos caracterizaba la «funesta manía de pensar». Conviene valorar, frente a tantos ineficaces discursos y promesas, también los silencios. En el ámbito electoral éstos pueden manifestarse con el voto en blanco o con un cierto desdén hacia las urnas, pero el ciudadano que calla también otorga. Y no deja de ser cierto que, si no se vota, la abstinencia electoral favorece a los ganadores de siempre. Tal vez tengamos gobierno en la canícula de agosto o entrado el mes de septiembre o seamos convocados, contra lo que todos dicen, a nuevas e improbables elecciones. Nos abrumarán con rumores, pero si pudiéramos elegir, preferiríamos el silencio, la senequista «vita beata», que revalorizó Jaime Gil de Biedma.
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