Historia

José Jiménez Lozano

Tiempos felices

La Razón
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Parece que el nihilismo triunfante y la conciencia de anomia total han afectado también a los países del antiguo marxismo real más ortodoxo, como parecía serlo la República Democrática Alemana, porque Christa Wolf escribe en su libro, «Un día del año, 1960-2000» a este respecto: «Debido a los rápidos y radicales cambios ideológicos de los últimos años, el sistema de referencias morales se ha perdido para las personas reflexivas». Y dice que lo que cuentan viejos comunistas acerca de la confianza y la lealtad de la gente ya no existe. «Estoy leyendo “El Vicario de Wakefield”. Es delicioso ver cómo en todas las situaciones de la vida él puede refugiarse en su religión cristiana. Esto nuestra gente lo ha perdido. Y aún no ha aparecido nada nuevo. Pero la mayoría no es lo bastante culta para asimilar espiritualmente ese conflicto. Eso conduce a un aumento de la neurosis. ¿Falta de cultura? No sé... Sin duda alguna».

No es nada seguro que la presencia de la cultura resuelva el enigma del vivir humano, pero sí puede enunciarlo e incluso ayudar a vivirlo en medio de sus contradicciones, y ahora ni siquiera existen éstas, porque el descenso cultural a la nada es rápido y feliz.

Por otra parte, se alude, en esa nota de Christa Wolf, a la enunciación de que hubo al menos algunos momentos en la historia en los que se vivía extraordinariamente bien o al menos mejor que en nuestro mundo, que Martin Buber llamaría «la patria de Hegel que nunca podría ser la nuestra». Es decir que Christa Wolf viene a decir algo parecido a lo que decía Monsieur de Talleyrand cuando afirmaba que nadie sabía lo que era la dulzura del vivir, si no se había vivido en el siglo XVIII o, como otras gentes decían, en el tranquilo Imperio austríaco, y podríamos hablar también de los famosos años 20. Aunque en cada uno de estos casos se aluda a diversas situaciones sectoriales de la población con bienestar económico y paz, y Christa Woolf invoque unas razones de vivir y un cierto nivel de cultura para todos, y piense que en los tiempos del Vicario de Wakefield aquellos hombres y mujeres podían refugiarse de todos los esquinamientos, contrariedades y heridas del vivir en su fe cristiana, y dé a entender que una vieja moral comunista permitía hacerlo en la conciencia de estar trabajando por un mundo más justo, pero que todo esto ya había desaparecido.

Sin embargo, lo del refugio y de los consuelos del cristianismo ya lo decían los viejos espíritus fuertes del XIX especialmente, pero a Kierkegaard le sacaba de sus casillas esta idea según la cual los hombres de fe tenían mucha consolación en la vida y en la muerte, y permitía a «los espíritus fuertes» decir con grandes aires: «No deseo convertirme en feliz por una ilusión». Porque Kierkegaard pensaba que lo que sucedía era que, en una cristiandad mundanizada, a cualquier cosa se llamaba cristianismo.

Y hasta cierto punto esto era lo que sucedía precisamente, un poco o un mucho, en «El Vicario de Wakefield», que mostraba un cristianismo que climatizaba el tranquilo vivir de aquellos tiempos en la Iglesia de Inglaterra pero, a su vez, ese mismo cristianismo estaba mundanizado por tiempos tan tranquilos. Y podríamos decir algo parecido, ahora, de una religiosidad renegada o sustituida por ideologías o por románticas y truncadas esperanzas mesiánicas en una tecnociencia industrializada, o en paraísos científico sociales que todavía se sacan a pasear.

Aunque el yihadismo se empeñe en estimar que esta Europa es cristiana, los observadores normales saben muy bien que no, y que, con frecuencia, el cristianismo europeo es algo vaporoso, satisfecho de pasar por ser un constructor social y ser políticamente correcto, aunque para ello tenga que olvidar hasta la advertencia de Adorno de que, en política, pese a todos los arreglos y chapucerías, todo lo que no es teología es comercio. Y no hay por qué llamarlo de otra manera, porque va a nuestra cuenta.