Joaquín Marco
Vía crucis europeo
El pasado viernes 18 de marzo Bélgica se las prometía muy felices con la detención del yihadista Salah Abdeslam, de 26 años, considerado como uno de los cerebros de los atentados en París del pasado 13 de noviembre que costaron la vida a 130 personas. La operación se produjo en la multiétnica Bruselas, en el barrio de Molenbeek, próximo a la Grand Place, a la Estación Central y a la zona designada como europea, donde residen las organizaciones principales de la UE y que alberga un considerable número de población musulmana. Su dilatada y criticada captura no se planteó como un triunfo de los belgas, sino como el fin de una pesadilla europea. Para su detención, como para la lucha antiterrorista, los estados utilizan servicios de Inteligencia –los secretos mejor guardados– siempre con reservas nacionales, porque la Unión no constituye una auténtica piña, sino que en ella conviven los poderosos e intransferibles intereses de cada uno de los países. Pero el martes 22, los atentados producidos en el aeropuerto Zavatem de Bruselas y en la estación de metro de Maelbeek, próxima a las organizaciones europeas de la ciudad, vino a poner las cosas en su sitio. El peligro de ISIS es mucho más real, simple y efectivo que la compleja unidad de los países europeos. Los terroristas actuaron en el corazón mismo de la democracia a la que el Estado Islámico ha declarado una lucha sin tregua sirviéndose de la población musulmana residente (una minoría de individuos fanatizados y no integrados en el país, pese a que constituyen una segunda y hasta una tercera generación). Por otro lado, sabe convencer a unos miles de europeos (incluyendo rusos y belgas) para que participen en una guerra sobre el terreno que controlan en Siria e Irak, un territorio que soporta bombardeos de Francia, Egipto o EE UU, entre otros países. Pero el mayor número de víctimas del terrorismo yihadista sigue siendo musulmán. No es de extrañar, aunque resulte poco justificable, que la representante europea de Asuntos Exteriores, Federica Mogherini, llorara al dar la noticia en Jordania de unos atentados que no iban dirigidos solo contra Bélgica, sino contra los principios que nos identifican como europeos y que vamos abandonando. Los principales partidos políticos españoles reaccionaron con unanimidad, pero el presidente en funciones no creyó oportuno modificar sus actividades ya programadas y el resto de formaciones siguieron desgranando la margarita de posibles acuerdos para formar gobierno, en el limbo posterior a las vacaciones o a las elecciones de junio. No cabe duda de que, como ya nos advirtiera Fraga Iribarne, España es diferente. Hemos sufrido ya ataques de ISIS, nos mantenemos en una alerta cuatro, sobre cinco, y practicamos a lo largo de este año un buen número de detenciones preventivas. La Policía, los servicios de Inteligencia y los jueces resultan eficaces, aunque los ojos del terrorismo islámico rememoren todavía el Al Andalus y hasta las lágrimas de Boabdil. Esta Europa, en la que dominan los mercaderes, se ha cerrado sobre sí misma regresando a las fronteras. Francia, tras los atentados de París, de los que los belgas deben entenderse como simple prolongación inacabada, califica la lucha antiterrorista de guerra, pero en ella el enemigo se alberga en casa. Hemos podido contemplar con repugnancia las escenas en las que los migrantes han soportado frente a las alambradas, tras el cierre de la frontera macedonia, unas pésimas circunstancias climáticas.
Tras los atentados de Bruselas, quienes intentaban superar la frontera proclamaban que ellos también se encontraban allí huyendo del mismo terror que invadió las calles de Bruselas. Pero para evitar que se incrementaran tales migraciones los líderes europeos, al límite y hasta contraviniendo cláusulas internacionales de acogida, acordaron traspasar su responsabilidades a Turquía, entendido como país seguro. Tan sólo Alemania ha recibido alrededor de un millón de refugiados, pero Angela Merkel observó con sensatez que era una oportunidad para equilibrar una población que tiende al envejecimiento. Al acoger a los refugiados, preferentemente sirios, pretendía inyectar juventud a un mercado laboral envejecido. Sirvió para incrementar los votos ultraderechistas y perder popularidad. Poco tiene que ver el terrorismo con la migración, porque los terroristas proceden de un ahora rabioso, de una integración plena de dificultades e interrogantes que convendría revisar. Con el nuevo tratado con Turquía, por cada migrante irregular que ésta acepte de vuelta, la UE admitirá a un sirio que se encuentre allí. El tratado resulta tan complejo como lleno de dificultades. Europa, por otra parte, se ha acostumbrado ya a no cumplir lo acordado: de aquellos 160.000 refugiados que los países, tras arduas negociaciones, se comprometieron a acoger, tan sólo 1.000 han sido aceptados. El origen de migrantes y terrorismo se halla en territorios en conflicto, bárbaras guerras civiles y religiosas, que contribuimos a desatar y que no nos atrevemos o sabemos detener. Quizá convenga a algunos, de momento, mantener estos focos de inestabilidad donde se mezclan facciones encontradas del islam e intereses económicos y geopolíticos. Pero del pecado nace la penitencia en forma de un terrorismo peculiar, como todos, de muy difícil control. EE UU con las guerras de castigo en Irak y Afganistán y Europa, con las ficticias primaveras árabes, destaparon el nido de víboras. Descreídos, los europeos atravesamos el Vía Crucis: queda la esperanza de la Resurrección (unidad, dignidad, solidaridad, generosidad y comprensión de la inevitable convivencia).
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