Alfredo Semprún

Parece que Asad puede ganar la guerra

Aunque se trata de una afirmación arriesgada, todo indica que el régimen sirio está empezando a ganar la guerra o, cuando menos, a estabilizar el frente. El incremento de los coches bomba en Damasco es sólo un síntoma de la impotencia rebelde para mantener una batalla clásica de ocupación del territorio, asegurar la retaguardia y mantener las líneas de comunicación abiertas. Aún mantienen zonas «liberadas», pero sus baluartes –Homs, Alepo, barrios del sur de Damasco– están bajo la renovada presión de las fuerzas gubernamentales. El caso de Homs es clásico: la resistencia se ha reducido a un barrio de mayoría suní, Al Sayed, y a una parte del casco viejo. Previamente, los rebeldes habían perdido sus posiciones en la carretera a Damasco. El éxodo de la población es general. Las tropas de Asad están siendo apoyadas por milicianos libaneses de Hizbulá, chiíes, endurecidos tras el largo conflicto con Israel. También hay soldados iraníes y voluntarios procedentes de Irak. La guerra siria ha demostrado que también el mundo chií es capaz de movilizar a sus brigadas internacionales. En el otro bando, el suní, la entrada en fuerza de los islamistas de Al Qaeda, con unos seis mil voluntarios procedentes de Afganistán, Libia, Pakistán, Yemen y de las comunidades establecidas en Europa –el servicio secreto alemán calcula en 700 el número de brigadistas europeos que han llegado a Siria–, ha tenido un efecto contraproducente. Primero, porque el extremismo de los fundamentalistas, proclives al degüello de infieles y herejes, ha restado apoyos a la rebelión entre los suníes más moderados o laicos y entre los opositores de otras confesiones, principalmente cristianos, drusos y kurdos, poco inclinados a cambiar una dictadura socialista por otra de carácter teocrático. Ni siquiera la ingente labor de propaganda elaborada por las cadenas de televisión de Qatar y Arabia Saudí ha conseguido borrar las huellas de las matanzas cometidas por los «alqaidos». Segundo, porque, escarmentados con lo ocurrido en Libia, los gobiernos de Francia, Estados Unidos, Jordania e Israel temen que un apoyo más decidido a los rebeldes, con armas y medios tácticos, acabe por reforzar a los islamistas. Ni siquiera la ofensiva mediática sobre el uso de armas químicas por parte del Gobierno de Damasco, que recuerda demasiado a la excusa de las «armas de destrucción masiva» de Sadam Husein, ha tenido el efecto esperado. Entre otras cuestiones porque los especialistas saben que es muy difícil, si no imposible, ocultar el uso de tal armamento. Tampoco favorece a los rebeldes el deterioro de la situación en Irak, donde la minoría suní está sufriendo en sus propias carnes el trato que impuso durante décadas a los chiíes y reacciona haciendo estallar coches bomba en las mezquitas y en los mercados.

Abril ha terminado con más de 700 asesinados civiles, la inmensa mayoría chiíes, y dos centenares más de muertos entre policías, soldados y milicianos sunís «colaboracionistas». La intensificación de la guerra sectaria no anima, precisamente, al Gobierno de Bagdad a admitir el surgimiento de un régimen fundamentalista adversario en su frontera norte. Así las cosas, Occidente debe tomar una decisión drástica: o interviene, o corre el riesgo de que el malo Bachar al Asad gane la guerra civil en Siria.