Religion

Primero lo primero (II)

Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de La Asunción de Torrelodones, Madrid

Christian Díaz Yepes

Lectio Divina del evangelio de este domingo XIV del tiempo ordinario

Todo pasa y tendemos a sucumbir a los cambios de ánimos e incluso de criterios. Como dijo Abraham Cowley: “El mundo es un teatro de cambios, y ser constante en la naturaleza sería una inconstancia”. Sin embargo, sí existe un punto firme para armonizar lo que nos viene desde afuera, lo que sentimos, lo que pensamos y cómo actuamos. Se trata del Corazón de Cristo, que de manera especial hemos contemplado durante el mes de junio apenas concluido. Este es el vértice inmutable donde la convulsa historia humana es alcanzada por la eternidad que no cambia. Por tanto, la buena nueva de este domingo es que ese punto crucial entre lo humano y lo divino es un corazón tan puro como para ver y hacer ver a Dios, un corazón que ha amado hasta el extremo de dejarse traspasar para sanar los nuestros, un corazón que hoy nos invita a aprender de él con palabras de gozo y sencillez:

En aquel momento tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.  Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.  Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas.  Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera»” (Mateo 11, 25-30).

En esta escena Jesús aparece lleno de júbilo en el Espíritu Santo y muestra el secreto de su estabilidad interior y exterior: su continuo diálogo con el Padre. Porque él es el Hijo Amado que hace todo lo que ve hacer al Padre (Juan 5, 19). Como él ve lo que el Padre hace, lo hace ver en sí mismo. Es una relación de amor que todo lo abarca, ilumina y trasciende. Por eso puede hacerse evidente desde las cosas más sencillas. Es más, Jesús nos revela que lo firme y permanente comienza precisamente en esas sencillas cosas que hacen grande toda vida verdadera. Él es el Dios inabarcable que se deja contener en un sencillo corazón de artesano y en sencillo pan sobre un altar. Por eso no teme a subir a una cruz y darlo todo, esperando que muchos más amemos también como le vemos amar a él.

El domingo pasado Cristo exigía tomar su cruz para poder ser discípulo suyo y hoy, a continuación, nos invita a tomar su yugo. Y aquí nos encontramos con mucho más que una reiteración de la retórica hebrea, porque el paralelismo entre la cruz y yugo no es meramente formal, sino que es existencial y salvífico. Cristo primero hablaba de nuestra cruz, es decir, ese dolor, limitación o pérdida que es común a toda existencia humana. Ahora se refiere a ello como un yugo, pero la diferencia está que ya no dice que sea nuestro, sino suyo. ¡Dios carga con un yugo! Él, que es el infinito y que todo lo puede, toma el peso de la limitación y fatiga humanas, y desde ese corazón suave y sencillo, nos dice: «ven, cárgalo conmigo». Nos llama a dejar de cargar por nuestras propias fuerzas la ineludible cruz de nuestra existencia para cargar con él ese yugo que se lleva entre dos. Así nos salva del drama del inconstante teatro humano, tomando la mayor parte de su peso y dando así descanso a nuestras almas.

El pasado domingo comenté en esta misma sección mi experiencia transformadora al ser invitado a ponerme uno de los mitones con los que san Pío de Pietrelcina cubría las heridas de Cristo marcadas en su propio cuerpo. Hoy leemos este evangelio que nuevamente nos hace volver a este santo como una imagen contemporánea vívida e incontestable de lo que significa tomar sobre nosotros el suave yugo de Cristo, es decir, de poner en primer lugar lo primero. Releo igualmente las palabras que pronunció durante su canonización el otro bienaventurado y amigo suyo de nuestros tiempos, Juan Pablo II y todo parece explicarse por sí mismo:

¿No es precisamente el "gloriarse de la cruz" lo que más resplandece en el padre Pío? ¡Cuán actual es la espiritualidad de la cruz que vivió el humilde capuchino de Pietrelcina! Nuestro tiempo necesita redescubrir su valor para abrir el corazón a la esperanza.En toda su existencia buscó una identificación cada vez mayor con Cristo crucificado, pues tenía una conciencia muy clara de haber sido llamado a colaborar de modo peculiar en la obra de la redención.

Sobre las tablas del inconstante teatro de lo humano, el corazón del Redentor, herido de amor hasta el extremo, se mantiene por siempre como el punto inmovible, ancla y lucero certeros. Por eso no cesa de manifestar el misterio del dolor transformado en amor a través de los tiempos y lugares, como lo hizo hace no mucho en el Padre Pío. Hoy sigue diciéndonos: “Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas.  Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera»”.