Religión
La gran ambición
Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid
Lectio divina para este domingo XIX del tiempo ordinario
El domingo pasado contemplábamos al triste joven que no siguió a Jesús por un apego a los bienes que le impidió ser libre. Hoy el evangelio sigue haciéndonos valorar en su justa medida otros factores más profundos que también impiden vivir la libertad cristiana. Santiago y Juan piden al Maestro ocupar los primeros lugares junto a él cuando establezca su reino. Ante esta pretensión, Cristo les eleva hacia una perspectiva mayor: «¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?»
Los discípulos todavía seguían la mentalidad de este mundo: poder, reconocimiento, prestigio. La de Jesús, en cambio, es la de amar hasta el extremo: ofrecer su propia vida no para condenar el mundo, sino para salvarlo. Pero en verdad, el Señor no rechaza la ambición de sus seguidores, todavía necesitados de purificar sus intenciones. Por eso les señala cuál es la primacía que debemos aspirar en el reino de Dios: ser los primeros en amar. Por eso les reúne a todos y les enseña: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos». Esta es la humilde gran ambición que también él nos plantea a nosotros hoy: aspirar a ser los primeros en servir y dar la vida. Y esto no porque el cristiano tenga que aspirar a horizontes muy pequeños, sino precisamente por todo lo contrario.
Hasta el momento que Santiago y Juan expresan su ambición, los discípulos respondían como muchos israelitas a la idea de que el Mesías tenía que ser un tipo arrollador. Este haría que Israel estuviera por encima de los demás pueblos, además de dar la solución a sus problemas y satisfacer sus ambiciones. Por eso aquí se nos revela cuál es el verdadero mesianismo de Cristo y cómo debemos corresponder a él quienes le seguimos. Se trata de la humildad del Maestro que se humilla para lavar los pies de sus discípulos, y que, siendo rico en su divinidad, se hizo pobre para salvar a los hombres en su necesidad. Así demuestra que el amor es grande cuando desciende; el señorío se muestra en la misericordia. Además, cuando Cristo asume el camino de la humildad y el sacrificio, revela que el maestro no es quien hace los deberes de quienes tienen que aprender, sino el que les enseña con un ejemplo claro e irrefutable. Así forma a sus primeros discípulos, y con ellos también a nosotros hoy, en la tarea fundamental de toda vida valedera: hacernos grandes desde la humildad. Eso significa disponernos al servicio, no pretender el primer lugar sobre los otros, sino poniéndonos a sus pies para levantarlos hacia un sentido más alto.
«¿Podéis beber el cáliz? ¿Podéis ser bautizados?», pregunta Jesús a Santiago y Juan en su ambición. El definitivo bautismo de Jesús pasa por la Cruz, por su paso (Pascua) de la muerte a la vida, de la humildad a la gloria. Los cristianos participamos de ello en nuestro propio bautismo, cuando pasamos de la caduca condición terrena a ser plenamente hijos de Dios. También comulgamos del mismo cáliz en cada Eucaristía, donde se actualiza el paso de lo terreno a lo celestial y de lo histórico a lo divino. “Per aspera ad astra”, por lo adverso vamos hasta las estrellas, decían los antiguos. Este desafío humano alcanza su punto culminante en la más fuerte de todas las adversidades que asumió Cristo: su ignominiosa muerte en la cruz, donde reunió y redimió todos y cada uno de los dolores espirituales, morales y físicos que puede atravesar cualquier persona. Por eso podemos dar sentido a los nuestros cada vez que ratificamos nuestra unión bautismal con la fuerza redentora de su Pascua, dándole pleno sentido a cada cosa que vivimos.
Tomar el último lugar para el cristiano no es un masoquismo insano, ni mucho menos un desprecio por los dones que Dios nos da, sino un movimiento de amor que nos hace grandes de la manera más justa que puede haber. Crecemos porque ofrecemos, somos porque amamos. Porque qué pequeña se hace nuestra alma cuando actuamos con mezquindad y egoísmo, y en cambio, cuánto gana cuando ampliamos nuestros horizontes hacia las necesidades de los demás. Así como nuestro Maestro «no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos», nosotros aspiramos a las cimas más altas sirviendo y amando con la confiada valentía de quien vive unido a la fuente del amor y la vida verdadera.
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