Dos papas santos
El día de los cuatro Papas
Hoy manda en el mundo, por una vez, el blanco papal y refulgente. La conjunción en Roma de cuatro papas de nuestro tiempo –dos elevados a los altares y otros dos aún en la Tierra: uno de ellos emérito– celebrando la ceremonia de esta exaltación, es, cuando menos, un acontecimiento singular. Nunca había ocurrido nada parecido. El papado ha sido normalmente, por su propia naturaleza, algo singular, individual, distante. A algunos el acontecimiento de hoy les producirá tanta extrañeza y hasta incredulidad como ver amanecer este domingo en Roma con cuatro soles girando milagrosamente en torno de la basílica de San Pedro. El fenómeno es contemplado de cerca por cientos de miles de entusiastas y asombrados peregrinos llegados de todos los rincones del mundo. La elevación conjunta a los altares de Juan XXIII y de Juan Pablo II es una demostración patente del prestigio y alta calidad espiritual de los líderes de la Iglesia católica en la segunda mitad del siglo XX y en los albores del siglo XXI, en medio de un mundo desconcertado, en el que el impresionante progreso tecnológico y material no va acompañado del correspondiente progreso moral y espiritual, sino todo lo contrario. El ejemplo de estos dos nuevos santos, tan distintos y tan distantes, pero tan cercanos ambos al pueblo, pone también de relieve que el camino de perfección no tiene por qué ser un camino único y trillado. Cada uno ofrece sus propias peculiaridades, que los convierte en modelos diferentes para unos y otros. Personalmente confieso que sintonizo mejor con el papa Roncalli, el «Papa bueno», hijo de campesinos pobres, aparceros, de Sotto il Monte, en la Lombardía, que impulsó la «primavera de la Iglesia» con el Concilio Vaticano II, abriendo puertas y ventanas para que se ventilara, que habló por primera vez de la «Iglesia de los pobres» y que promulgó encíclicas tan valientes y definitivas como la «Mater et Magistra» y la «Pacem in Terris». El buen Papa Juan, que tomó el nombre de su padre campesino, animó a no tener miedo a la verdad, que es garantía de la libertad. La figura del Papa Wojtyla es más deslumbrante, gigantesca y arrasadora. No le gustó nada, por ejemplo, que España, por la que sentía casi tanta atracción como por Polonia, renunciara a la confesionalidad católica en la Constitución. Luchó, sobre todo, contra el comunismo y el laicismo. Fue un Papa viajero –visitó 129 países– y mediático. Su popularidad desbordará hoy la plaza de San Pedro. Pero si tuviera que rezar yo en silencio, sin algarabía, o tuviera que fumarme un cigarro con él y hablar de pájaros y sementeras, me encontraría más a gusto con Juan XXIII. Ésa es la verdad.
Tanto uno como otro –eso de que todas las comparaciones son odiosas es una simpleza– se presentan hoy, con razón, a la Iglesia universal y al mundo como dos modelos gigantescos y distintos de santidad. Hay que entender bien la afirmación de Bernanos: «Dios nos guarde de los santos». ¿Por qué? Santa Teresa puntualiza: «Dios me libre de santo encapotado». Así es. El caso es que no creo equivocarme si digo que, en la solemne y luminosa ceremonia de hoy, Benedicto, el Papa emérito, apadrinará en su corazón a Juan Pablo II –su antecesor, al que beatificó fulminantemente en una decisión inédita desde hacía mil años– y Francisco, el Papa en ejercicio, apadrinará con entusiasmo a Juan XXIII, con el que tanto coincide. Son, en todo caso, variaciones menores y supongo que enriquecedoras, de un día glorioso para la Iglesia católica, el día de los cuatro papas.
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