Dos papas santos
La familia, dentro de su corazón
El amor humano a los suyos y el servicio a los demás vertebraron desde niño la enseñanza de Wojtyla y su posterior apostolado
«Una vez, mientras nos encontrábamos cenando con Juan Pablo II, mi hijo, todavía de ocho años, comenzó a tirarme de los calcetines por debajo de la mesa, para hacerme comprender que quería volver a casa. El Santo Padre se dio cuenta y preguntó: ''¿Qué es lo que no va bien?''. A lo que mi hijo, sin ningún rubor, respondió: ''Me estoy aburriendo. Quiero irme a casa''. Y el Papa: ''Tienes razón. Te he invitado a mi casa y no me ocupo de ti. Debes perdonarme''. Desde ese momento hasta el final de la velada, se puso a jugar y a bromear con él».
Esta anécdota, relatada por el profesor Stanislaw Grygiel, amigo y doctorando del santo, nos ofrece una clave decisiva para comprender a Juan Pablo II. Vivir con las familias, acercarse a ellas, entrar en sus casas ha sido una de las grandes pasiones de Karol Wojtyla. La familia ha estado en el centro de sus intereses y de su camino de santidad. Él no ha sido un «ideólogo de la familia». Su atención por la familia no ha partido de una «gran idea», de una «intuición genial»; nació, más bien, de lo concreto. Los jóvenes a los que acompañaba se iban casando y él se vio así ante el reto de orientar ahora a jóvenes matrimonios y a jóvenes familias. El camino fue siempre partir de la experiencia, partir de lo concreto y particular, para reconocer ahí el sentido, la grandeza, la trascendencia. Esta es una constante del pensamiento y también de la santidad de Karol Wojtyla: tomar como punto de arranque la experiencia humana.
Así fue como, según lo que nos confiesa el mismo Wojtyla en el libro «Cruzando el umbral de la esperanza», «siendo aún un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano». Se convirtió en un enamorado del amor humano y de la familia como «lugar» donde se plasman las relaciones que lo estructuran.
Por ello, de todos los «genitivos» con los que se podría describir el pontificado de Juan Pablo II («el Papa de los jóvenes», «el Papa de Polonia», «el Papa de los viajes»), diría que uno de los más adecuados y universales sería «el Papa de la familia». Los efectos de su acción en este campo no han sido, tal vez, tan espectaculares como la caída del muro de Berlín, pero, en realidad, ha sido esto lo que ha socavado del modo más eficaz y profundo ese muro.
En la cercanía del próximo Sínodo extraordinario de la familia, convocado por nuestro Papa Francisco, me parece además que el recuerdo de esta dimensión se hace, si cabe, más actual e importante. No deja de ser providencial que entre los preparativos de este Sínodo se enmarque la canonización de Juan Pablo II.
«El Papa un día me dijo: ''El amor conyugal no es amado''. Quería decir que no es ya reconocido en su propia preciosidad». Éste es el testimonio vivo que nos transmite el cardenal Caffarra de una conversación con Juan Pablo II. El nuevo santo experimentaba en lo más hondo de su corazón el deseo de hablar del amor humano y de la familia, de dar esperanza a los novios, de orientar a los esposos, fortalecerlos en la unidad y acrecentar en ellos la confianza que permite «creer en el amor».
Testimonio impresionante de este interés del Papa Juan Pablo II son sus 134 catequesis sobre el amor humano; pero también, en el plano institucional, la creación del Pontificio Consejo para la Familia o del Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia. Y, ¿qué decir de su magisterio? Ahí está, por supuesto, la «Exhortación Apostólica Familiaris Consortio» (1980), que ha sido con razón llamada la «carta magna de la enseñanza de la Iglesia sobre la familia y su servicio a la vida». Juan Pablo II quiso en la «Familiaris Consortio» «pensar con toda la verdad» el amor humano. Él nos había dejado escrito años atrás en su obra «Hermano de nuestro Dios»: «No se puede pensar sólo con un fragmento de la verdad, hace falta pensar con toda la verdad». Pues bien, aplicado al campo de la familia, esto significaba para él comprender la realidad de la familia siempre a la luz de la grandeza de su vocación; sin olvidar, ciertamente, la penuria y la fragilidad de sus dramas, pero abriéndola en todo momento a la gran esperanza a la que está llamada. Nunca había resonado con tanta fuerza y claridad la llamada a vivir en plenitud la vocación al amor en el camino del matrimonio y la familia. «Pensar con toda la verdad» quería decir para Juan Pablo II, también en este marco, no separar la «verdad de la doctrina» de la «verdad de la praxis» y por ello la «Familiaris consortio» desciende, clarifica y orienta no sólo desde unos ideales, desde lo que podría ser, sino también desde lo que de hecho es, desde el drama de las dolorosas situaciones de ruptura que viven tantas veces las familias.
Esta imprescindible clarificación doctrinal no era fácil. No puedo dejar de recordar aquí que Juan Pablo II se quedó solo muchas veces en esta tarea de ayuda a la familia. Impresiona recordar las palabras con las que el Papa emérito Benedicto XVI ha definido el camino de santidad de su predecesor: «Juan Pablo II no pedía aplausos, ni ha mirado nunca alrededor preocupado por cómo eran acogidas sus decisiones. Él ha actuado a partir de su fe y de sus convicciones y estaba también dispuesto a sufrir los golpes».
Habiendo aprendido a «amar el amor humano», Juan Pablo II deseaba estar con las familias, escucharlas, acogerlas y ayudarlas en sus dificultades. Él tenía ciertamente un don en el trato con la familia, una especial sensibilidad. Un carisma que se había alimentado también en el «pensar la familia», en el tratar de comprender a fondo qué es esa «íntima comunidad de personas», desde la filosofía, la teología, la enseñanza de la Iglesia. Desde ahí es desde donde resuena ese impresionante grito de la Familiaris Consortio: «Familia, ¡sé lo que eres!». Con estas palabras quería el Papa recordar a la familia su identidad, anclada en «el principio», en la llamada de los dos (hombre y mujer) a ser una sola carne. El mismo Juan Pablo II nos decía: «Remontarse al ''principio'' del gesto creador de Dios es una necesidad para la familia». Es necesario hoy día precisamente esto: recordar a la familia su identidad y su misión, anclada en el «principio», en la «creación». Sería triste que una pastoral de «problemas creados en la familia» nos hiciera olvidar una pastoral de «esperanza para la familia». De aquí la insistencia de Juan Pablo II en mirar siempre al horizonte, a las esperanzas que se abren.
Recuerdo aquí también la fuerza con la que Juan Pablo II se dirigió a todas las familias del mundo en su «Carta a las Familias» con ocasión del Año Internacional de la Familia proclamado por la ONU (1994). Es un texto profético: habla el pastor, que demuestra un conocimiento cabal de la situación de las familias, de sus problemas, de sus necesidades, habla también el evangelizador, para proponer, a partir de la familia, una nueva civilización del amor, habla también el enamorado de Jesucristo. Son textos vivos, palabras que, sin duda, la canonización de Juan Pablo II nos anima a recuperar, releer y meditar.
Juan Pablo II será también el papa de la «teología del cuerpo». El cuerpo habla de Dios. Él nos lo ha recordado de un modo muy original. Éste es el «profetismo del cuerpo» al que él también se refería. El cuerpo desvela la bondad y la sabiduría de Dios, pero nos habla también de nosotros, del hombre y de la mujer, de su vocación al amor. El cuerpo humano tiene la capacidad de expresar el amor. En él descubrimos un camino a recorrer, el camino del amor. Durante siglos, por una mentalidad muy narcisista, con tintes maniqueos y puritanos, se ha valorado poco el cuerpo humano, se le ha mirado con sospecha. Hoy ha girado el péndulo y nos encontramos ante un «culto al cuerpo», que lo exalta, por un lado, en su dimensión estética y placentera, para rechazarlo en cuanto en él se revela también la enfermedad, la caducidad y la muerte. El cuerpo se ha banalizado, se ha convertido en objeto, se ha hecho incomprensible. Juan Pablo II nos dejó en la «teología del cuerpo» un legado único y actualísimo para comprenderlo. Es uno de los dones más grandes que ha legado a la Iglesia y a la humanidad. Es una teología anclada en la gran tradición de los padres de la Iglesia, en la gran tradición bíblica y teológica, que renueva la frescura del origen, que recupera sus grandes intuiciones. Es una teología con una clara dimensión social, porque desde ella se comprende cómo la familia, comunión de personas, constituye un auténtico bien común, un verdadero «capital social», que sirve de fundamento a la construcción de una sociedad y hace posible edificar la civilización del amor.
El Papa de la familia fue también un poeta y un escritor. Aquí quisiera recordar su obra «El taller del orfebre» (1960), porque en ella nos dejó también una reflexión preciosa sobre la familia, y sobre aquello que hace fuerte y fecundo el amor de los cónyuges. La imagen que usó Karol Wojtyla entonces es muy significativa: los anillos que unen al esposo con la esposa son forjados por el orfebre, que representa a Dios. Es decir, las alianzas no simbolizan solo una decisión de permanecer juntos, un deseo que quizás el tiempo y los desengaños puedan mudar. Más bien es al revés: el amor que comparten se sostiene en los anillos, encuentra en ellos su fundamento. Con esta imagen audaz el Papa santo nos quiso confirmar en que es posible «creer en el amor» porque el amor es de Dios. Por ello, Andrés, uno de los personajes de «El taller del orfebre, afirma: «Secretamente nos unimos hasta formar uno solo por obra de estas alianzas»; alianzas forjadas por el orfebre que, como ya sabemos, es Dios.
El «Papa de la familia» fue también el «Papa confesor de la fe». Todos recordamos ese 13 de mayo de 1981 en el que resonó en la plaza de San Pedro el disparo de Alí Agca; un disparo que debía haber herido mortalmente al Papa. Es interesante recordar un dato menos conocido: el Papa Wojtyla iba a hacer pública, esa misma mañana, la creación de dos instituciones al servicio de la familia: el Pontificio Consejo para la Familia y el Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia. El Papa selló de algún modo con su propia sangre ese proyecto. La coincidencia tiene mucho de simbólico: la vida de Juan Pablo II ofrecida como testimonio fidedigno de la verdad y la grandeza del amor humano, su vida como un grito que en medio del dolor proclamaba: «Hemos creído en el amor». Un acto institucional precede a un gesto martirial para demostrar que son una cosa y la misma, que la institución brota de la vida y que la vida se puede canalizar gracias a la institución. Esto es «pensar con toda verdad».
El papa santo es el «Papa de la familia». Me parece que recordar esto en el marco de la canonización es muy necesario, tanto como lo es recordar los milagros y los tantísimos gestos de santidad cotidiana que reconocemos en su vida. Proclamar santo a Juan Pablo II es un gesto profético con el que se quiere confirmar su mensaje: es urgente proclamar la verdad del amor humano.
*Sacerdote y director de la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC)
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