Salud

El cuento de nunca acabar

Hoy toca anuario. Puesto que ésta es una columna de salud no queda más remedio que escribir sobre el año de la pandemia. Vayámonos al posible origen de ésta. La mutación del planeta Tierra en meteorito de Covidonia ha sido, en efecto, meteórica, pero de largo viene esa historia. Disculpen que alardee de dotes proféticas. Empecé a avisar de lo que se nos venía encima varias décadas atrás. Soy persona dada a las reflexiones apocalípticas. Avisé, decía, y lo hice por escrito en bastantes ocasiones, de que no serían las ratas ni las cucarachas ni los robots quienes heredarían la Tierra cuando el último homo sapiens desapareciese, sino los virus. Esos extraterrestres, que se balancean como funambulistas en el alambre que separa la vida de la muerte y de los que sólo sabemos que no sabemos casi nada, son vectores de la entropía y termómetros de la segunda ley de la termodinámica. Es de suponer que ya Adán y Eva los padeciesen, pero los suyos eran específicamente humanos y, por ello, peligrosos sólo para otras especies. Las cosas se complicaron en el neolítico y ahí, hace aproximadamente diez milenios, comenzó la larga serie de pandemias que ahora culmina, pero no termina, y que no va a ser fácil detener. Otras, en todo caso, vendrán. Eso pueden darlo por seguro.

Explico lo del neolítico. Fue entonces cuando surgió la ganadería. La especie humana empezó a convivir con los animales, que aún no eran domésticos, pero que no tardarían en serlo, y los virus propios de esas especies distintas se pusieron a saltar al organismo de quienes los pastoreaban. La convivencia era muy estrecha, casi promiscua. Los pesebres, los corrales, los apriscos, los rediles, las cochiqueras y las cuadras estaban pared con pared de las viviendas o, incluso, dentro de ellas. Esa suerte de cohabitación ha llegado a nuestros días y se mantiene tal cual en muchas partes del mundo. Y, para más inri, no nos olvidemos de las mascotas, que se han multiplicado y son ya, casi, como miembros de la familia. No soy yo quien aventura una hipótesis como ésta. El otro día, hablando con uno de mis médicos de cabecera, fue él quien espontáneamente, sin que yo le tirase de la lengua, la sacó a relucir. Hasta una herramienta tan neutral, tan aséptica, como lo es Wikipedia, dice literalmente que el Neolítico o Edad de la Piedra Nueva es el momento en el que surgieron las sociedades agrarias y las aldeas, transformadas después en ciudades, y en el que aparecieron las enfermedades vinculadas con los animales que poco a poco se iban domesticando. «Ése fue nuestro mundo», concluye Wikipedia. «Somos los descendientes de quienes vivieron en esa etapa». El momento en cuestión coincide, grosso modo, con la fábula bíblica de la expulsión del paraíso. Tras el Neolítico vino la Edad de los Metales. Abel, que según el Libro del Génesis era pastor, simboliza la sociedad agraria que ya sufre la acometida de lo que con el correr del tiempo será la revolución urbana e industrial. Caín, su pérfido hermano, era un herrero. Fue una quijada de burro –de burro, digo– el instrumento con el que asesinó a Abel. Todo el lenguaje del Génesis es simbólico. Quizá fue un virus el arma del fratricidio. El largo viaje del coronavirus acababa de empezar y su cuento es el de nunca acabar.