Jóvenes ludópatas
Silvia tuvo la mala suerte de acertar un pleno en la ruleta con 22 años. No recuerda cuál fue el número al que apostó, pero aquella cifra le abrió la puerta del infierno. Hoy, con 30 recién cumplidos, puede hablar de su adicción al juego con la serenidad de quien sabe que nunca estará curada del todo. Es curioso cómo un sitio al que nunca prestó atención, que solo era parte de su paisaje diario, pasó a ser su casa y su calvario. La sala de apuestas está a pocos metros de donde vive, al otro lado del parque. Es uno de esos casinos urbanos que han crecido sin control en todas las ciudades españolas en los últimos años. Sobre todo, en barrios de clase media y baja. Cuenta Silvia (nombre ficticio para preservar su identidad) que en estos locales te invitan al café, al refresco o a la bebida alcohólica que prefieras con tal de que te quedes. Ella empezó a ir de manera esporádica, “no te vuelves ludópata de la noche a la mañana”, pero notaba que aquello le tiraba mucho y sabía que “cuando empezara a ir sola iba a tener un problema”.
Aquel momento llegó pronto y fue como había profetizado: “Un día iba a clase y llevaba dinero suelto. Entré a tomar un café sobre las tres de la tarde y nunca llegué al curso. Eché, me tocó y estuve ahí metida hasta las once y media de la noche”. Volvió a tener otro golpe de mala fortuna porque salió con dinero después de ocho horas “dale que te pego”. Se llevó cien euros y el convencimiento de que “madre mía, ganar era muy fácil”. La adicción le duró varios años, dos de ellos fueron muy malos. Cada primero de mes cobraba su sueldo, apenas 900 euros que le duraban entre dos y tres días. Después, hacía lo que hiciera falta para lograr algo para fundírselo. “Era la reina de la mentira, estafaba hasta al apuntador”, recuerda a través del teléfono. Cuando sus padres se despistaban, les abría la cartera “y si había dos billetes de 20 me llevaba uno”. O les cogía varias monedas de dos euros que les gustaba ahorrar, o leabría la hucha a su hermano.
La vergüenza no conseguía quitársela de encima. “Entraba en el salón mirando a todos lados para comprobar que nadie me veía, es que estaba en mi barrio”, continúa. Se fue alejando paulatinamente de la gente de su entorno, nunca tenía dinero “para salir de fiesta o ir a cenar con mis amigos”. Todo iba a al mismo sitio y con la misma gente. Silvia dice que los otros jugadores pasaron a ser su familia. Incluso había camareros con el mismo problema que le daban dinero para que apostara por ellos porque lo tenían prohibido. Muchas noches, cuando bajaban la persiana a las tres de la madrugada, se quedaban dentro y salían de día. “Me cruzaba con los que volvían de fiesta o los que iban a trabajar”, rememora. Más culpa y más remordimientos: “Te sientes como una mierda. En el local tenían un datáfono para que pudieras ir sacando dinero con tu tarjeta. De 50 en 50, de pronto mirabas y te quedaban cien euros. Entonces, me decía a misma que no iba a volver a jugar porque a ver cómo pagaba el teléfono”.
En su casa no sabían nada. Su madre sospechaba de las drogas por su comportamiento errático y sus cambios de humor. A ella le daba pánico que se enteraran, así que les esquivaba lo que podía. Este círculo vicioso y maldito se rompió de pronto, gracias a un comentario de una camarera: “Hubo una tarde en que a una de las chicas se le escapó, entre risas, que el carnicero había firmado el autoprohibido para que le impidieran entrar”. Silvia no sabía lo que era aquello, pero se le entreabrió una rendija por la que iba a entrar la curación. Mientras cuenta su historia a este periódico, le acompaña una amiga que fue su primera cómplice para salir del agujero. Fue ella la que la llevó de la mano a la sede del Ayuntamiento que gestionaba esos vetos autoimpuestos.
Aunque ella solo jugaba a la ruleta, “que fue mi perdición”, firmó todos los tipos de apuesta que venían en aquel formulario. Por si las moscas. Se suponía que en tres días entraría en vigor y se le prohibiría la entrada a cualquier sala de juegos de azar. Informó en su local habitual de lo que había hecho y obtuvo la respuesta propia de un negocio que vive de la miseria de la gente: “Uy, eso tarda semanas, vente mañana y pruebas”. No lo hizo. Se mantuvo firme y muy ocupada y esa misma semana contó en casa lo que le sucedía. No se lo podían creer.
A esas alturas Silvia estaba diagnosticada ya con depresión y le habían recetado medicación y la baja laboral. Su ánimo estaba carcomido por la pulsión del juego y su rendimiento en el trabajo se había resentido. El fin de semana de la gran confesión a su madre contó con el apoyo de su tía: “Fue un domingo, el 20 de abril de 2018. Mi tía le sirvió un cubata a mi madre y se puso otro ella. Y yo con mi tila. Me lie a llorar sin parar cuando se lo iba contando. Se quedó en shock”.
A partir de ese momento se quedó sin tarjetas de crédito y al día siguiente estaba pidiendo ayuda en Amalajer, la asociación que le ha cambiado la vida. El doble estigma de mujer y jugadora le golpeó nada más entrar. En la primera terapia de grupo, ella era la única chica. Luego llegaría otra, pero lo más importante fue darse cuenta de que “todos teníamos la misma enfermedad y habíamos hecho las mismas cosas”. La mochila compartida le restó peso a la carga emocional: “Comprobé que no estaba sola, que no era una mala persona ni estaba chalada. Que sufría de ludopatía, un trastorno que ni sabía que existía. Algunos tenemos una personalidad adictiva y punto, me enganché al juego pero podría haber sido cualquier otra cosa”.
El 3 de noviembre del año pasado, el Gobierno aprobó un real decreto para regular la publicidad del sector de las apuestas y juegos de azar. El aumento exponencial de jóvenes en estos salones diseminados por España (más de 5.000) ha despertado todas las alertas. Tal y como asegura esta ex adicta, en estos locales “ves menores todo el rato, se hace la vista gorda”. “A la juventud la están haciendo enfermar, las instalaciones son cada vez más llamativas. Da mucha pena ver entrar a niños tan pequeños”, asegura. Aunque la distancia entre una sala y otra sí está regulada (depende de cada comunidad autónoma), “les da lo mismo que estén cerca de un colegio” y “es imposible ver un partido de fútbol sin tragarte veinte anuncios de apuestas”. Si uno se abstrae del contexto, es como si de pronto surgiera una tienda de cocaína cada 500 metros. Es cierto que no todo el que juega acaba enganchado, tampoco el que esnifa una vez se convierte en adicto y no por eso está institucionalizada la venta de sustancias.
En otoño pasado, Silvia recibió el alta terapéutica. Han sido dos años llenos de normas que no podía saltarse: no llevar dinero, no mentir, no jugar a nada (ni al parchís) que implica victoria o derrota, no beber. Sabe que nunca podrá volver a apostar ni lo que no significa que pueda volver a apostar, a sentir el subidón de la incertidumbre de dónde caerá la bolita. No le importa. Está muy orgullosa de lo que ha conseguido y de lo que ha ganado: “Me han enseñado a vivir, es todavía mejor de lo que suena. El juego te come la vida. Ahora mi relación con mis padres es estupenda. Me siento con mi madre y charlamos, simplemente. Nos contamos nuestras cosas. Todo ha vuelto a su cauce”. Qué más se puede pedir.