Janira y Tamar, de vender flores en la calle a estudiar en la Universidad

Un ‘cole’ español para los niños de la guerra siria

Janira y Tamar son dos hermanas que han desarrollado un proyecto educativo para refugiados en Líbano. Empezaron enseñando inglés a chicos en situación vulnerable para ayudarles a integrarse

Salah tenía tan solo 13 años cuando conoció a Janira, un par de libras libanesas en el bolsillo y los desastres de la guerra de Siria anidando en sus entrañas. Vendía flores en los aledaños del Museo Nacional de Beirut junto a su hermano Mohammed, mientras su niñez estaba siendo arrancada a golpe de miseria. No tenían casa ni dinero, y mucho menos un porvenir. Todo lo que ahorraban se les escapaba rápido por las deudas acumuladas y cuando por fin veían algo de luz, volvían a recaer sobre la misma piedra. Los días les pesaban demasiado, hasta que encontraron a esta joven española. «Una noche, me di cuenta de que alguien me seguía. Me giré asustada y me los encontré con varias flores en las manos», confiesa Janira, que entonces tenía 19 años y vivía en esta república de Oriente Medio como consecuencia de un intercambio universitario. Decidió comprarles una rosa e invitarles a cenar, sin saber que ese minúsculo gesto cambiaría sus vidas para siempre.

Janira y Salah no tardaron en crear una relación de confianza y cariño entre ellos. Pasaban todas las tardes juntos jugando e intentado comunicarse. Por aquel entonces, el árabe de ella era muy básico y él inglés de él inexistente, así que comenzaron a comunicarse con gestos. «Es increíble cómo dos extraños pueden llegar a convertirse en familia en tan poco tiempo», asegura esta joven, tres años después de iniciar esta andadura. Pero «26 Letters», el proyecto que ahora lidera, no surgió hasta el día de cumpleaños del pequeño. «Preparé una fiesta sorpresa e invité a otros niños con los que trabajaba, pero el resultado no fue el esperado». Salah se puso a llorar. Le dijo que no quería pasar el resto de su vida vendiendo flores, que quería ser un niño normal, aunque sabía que nada cambiaría. «La única razón por la que no volvía a Siria para morir era porque me quería», recuerda Janira. «Me encantaría poder decir que supe qué responder y que mi respuesta le llenó de esperanza, pero la realidad es que me fui a casa, lloré y tomé la decisión de cambiar su vida».

Janira y Tamar, de vender flores en la calle a estudiar en la Universidad
Janira y Tamar, de vender flores en la calle a estudiar en la Universidadlarazon

Para ello, se alió con su hermana, Tamar, que dejó todo en España y viajó a un país extranjero, cuya cultura y lengua eran ajenas, para ayudar a un desconocido. Su idea: crear un colegio para Salah. Desde entonces, tardaron un año en convertir la idea en realidad. En ese momento, apareció también Germán, un voluntario que llegó a sus vidas casi sin querer. «A pesar de que hayamos empezado el proceso de registrarnos como ONG, ante todo somos una familia y la labor que hacemos en este país es la misma que realizaría un hermano mayor. Queremos que nuestros niños sean felices y que tengan todas las oportunidades del mundo para lograr su sueños, viajar y vivir como se merecen». Es por ello que sus actividades son más que variadas, pues intentan cubrir cada recoveco de la vida de sus «hermanitos»: desde dar clases gratuitas de todas las materias hasta ayudar a sus familias a salir de la exclusión social en la que se encuentran. «Todas las noches, después de estudiar, tomamos el té o cenamos en la casa de algún estudiante, pues las familias también se incorporan a esta dinámica de cariño y cercanía».

También tratan de garantizar la salud emocional, mental y física de estos niños. Por ejemplo, si observan que alguno requiere ayuda psicológica profesional, son ellos los que ponen a sus padres en contacto con especialistas. Pero lo más importante: les apoyan para cumplir sus sueños. El último de ellos: ofrecer clases de teatro cuando uno de sus alumnos confesó que quería ser actor. «La situación en casa y en la escuela cambia, incluso en la calle, pero la calidad de vida no evoluciona: mismas casas, mismos salarios, misma pobreza», explica Janira sobre el contexto de los refugiados sirios en Líbano. «Muchos sobreviven y trabajan todo el tiempo, pero ahora saben que hay un fin, que su esfuerzo será recompensando en el futuro cuando vean a sus hijos romper el ciclo de la pobreza».

A día de hoy, Salah sigue estudiando con ellos y prepara los exámenes oficiales en Líbano para ir a la universidad. Ha dejado atrás la calle y trabaja con ellos dando clases de árabe a extranjeros. Tiene un grupo de amigos en la escuela y se ha convertido en una de las personas más abiertas y liberales que Janira y Tamar han conocido nunca. «Llegar aquí ha sido muy complicado», recuerda la española. «Salah estaba acostumbrado a una vida de problemas y de trabajo constante. Al principio, le costaba mucho vivir relajado, sin presión económica, teniendo tiempo libre... No sabía lo que era ser feliz y, sobre todo, aceptarlo». Hoy, todos ellos están orgullosos de poder gritar que, por fin, tiene «hobbies», que le apasiona ser profesor, que tiene un mejor amigo, que puede expresarse en inglés y que es un niño sin ningún pero.

«Sois como mi madre»

Salah es solo una de las 71 historia que componen «26 Letters». Es su razón de ser, pero la historia del resto de niños es el motivo por el que continúa. Como la de Hamoude: llegó hace más de un año a Beirut y, durante sus primeras semanas, no era todo lo feliz que se puede esperar de un menor de 11 años. «Antes de conocernos, a penas salía de casa», relata Janira. «Cuando vino a clase, comenzó a soltarse. Empezamos a llevarle a casa y a recogerle para hacer excursiones, comíamos con su padre y, de repente, empezamos a presumir por la calle de tener un hermano sirio». Pasados seis meses, las dos hermanas le preguntaron si echaba de menos a su madre. A lo que Hamoude sonrió y contestó: «No, vosotras sois como mi madre». Junto a él, llegaron Omar, Ahlam o Aziz al pequeño centro educativo que alquilaron en Mar Elias, un barrio cercano al lugar de trabajo o residencia de sus estudiantes. «Una de las razones por las que son tan abiertos y tan generosos es por la mezcla de nacionalidades que hay en la escuela. Todos somos diferentes, una familia hecha con extrañas piezas que, por algún motivo, encajan a la perfección». Tanto que ya tienen una lista de espera de más de 80 chicos.

Y es que en la escuela «simplemente es un gusto verlos». Tienen un espacio que sienten como propio. Aprenden los unos a los otros, pero sobre todo se les enseña a respetar la pluralidad. De tal modo que, mientras están ahí sentados hablando con su profesor sobre Inglaterra, Holanda o Francia..., sus hombros se relajan y, entonces, ser de Siria ya no les pesa tanto, pasa a ser simplemente una nacionalidad más en la sala.