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El día que Despin Tchoumke conoció a Fray Paco le cambió la vida. Vivía bajo el puente de Segovia desde hacía cuatro años, no tenía permiso de residencia y no sabía nada de español. Las posibilidades de encontrar trabajo eran escasas y el sentimiento de frustración comenzaba a martillearle la cabeza. Este fraile de la orden de los marianistas no sólo le ofreció cobijo durante algunas noches de invierno, sino que le contrató en una de sus escuelas infantiles cuidando y enseñando idiomas a sus alumnos. Gracias a eso pudo adquirir los ansiados papeles, aunque lo más importante fue que le devolvió algo de lo que nunca debió deshacerse: su ilusión por vivir.
Ahora, este camerunés de 44 años ha regresado una década después al lugar donde durmió a la intemperie, donde salvó la vida de decenas de españoles que intentaban arrojarse desde la calle Bailén y donde ha encontrado más muerte que vida. “Para cualquier persona lo más importante debería ser compartir”, explica a LA RAZÓN mientras repasa los recodos en los que dejaba sus pertenencias y los lugares que compartía con más de 200 africanos. “Algunos han vuelto y siguen por aquí. De vez en cuando vengo a levantarles el ánimo y decirles que todo es posible en esta vida”.
Con ese objetivo, y aún viviendo en la calle, fundó su propia ONG para ayudar a personas que estuvieran en su misma situación y con la que, además, envió varios paquetes de productos sanitarios a Camerún. Hoy, tras presentar su proyecto al entonces presidente del Gobierno José María Aznar, ser recibido en Moncloa y dar constantes pasos, lo sigue haciendo. Recuerda, en ese sentido, los casos de muchos jóvenes africanos, casi adolescentes, que llegaban a Madrid por primera vez. Los encontraba decepcionados con un sueño que se acababa de frustrar nada más poner un pie en la ciudad. “Eran muchos los que llegaban, pero pocos los que aguantaban. Yo intento aconsejarles, decirles donde pueden ir a comer, cómo moverse para conseguir un trabajo...”
Sin embargo, no son sólo inmigrantes a los que atiende. También los hay españoles entre las personas que duermen a cielo abierto. Es el caso de un empresario mayor, casado y al que la vida le sonreía. De la noche a la mañana, su mujer le abandonó, se quedó en la calle y pidió consejo a Despin. “Hay gente de aquí que también está pasado por lo mismo que nosotros. ¿Por qué no vamos a ayudarles?”, se pregunta. “Este señor estaba abatido y no tenía dónde ir. Tenía mucho menos que yo, incluso que cualquiera de los quedaban en el viaducto. No sólo en un sentido económico, sino en el moral. No le quedaban aspiraciones y sin eso poco se puede hacer. Así que tuvimos que devolvérselas”. Le buscaron cobijo, le dieron de comer e incluso le prestaron algo de dinero. En definitiva, la oportunidad que todo el mundo se merece.
Objetivo: ayudar y mejorar
Desde entonces, no ha cejado en su empeñó por ayudar y mejorar. Al poco tiempo de montar su “gran proyecto”, encontró empleo en el aeropuerto de Barajas, recibiendo a los viajeros de todo el mundo. Sin embargo, siguió viviendo entre los jardines cercanos a La Almudena. “Esperé porque es duro irte para volver. Muchos amigos se han visto obligados a regresar. Eso es muy duro, por eso les visito, les animo y les hago entender que la vida es tan dura como bonita”, dice mientras pasea por donde un día estuvieron su cama, sus sueños y sus desengaños. Hoy Despin tiene un trabajo en el que se siente realizado, una casa que es su refugio y una pareja con la que comparte cada día. Pero, sobre todo, es feliz. Siempre lo ha sido. ¿Qué hay más importante que eso?
Su oportunidad llegó a principios de los 2000. Por suerte, no tuvo que cruzar a nado el Estrecho de Gibraltar con el pasaporte entre los dientes, tampoco saltar la valla de Ceuta y Melilla ni cruzar el desierto. Despin viene de una familia humilde de 14 hermanos, cuyo sustento era una ferretería que en poco años cerró. Así que cada uno se defendió como mejor pudo. “Escribí a una organización de Lourdes (Francia) para formarme en enfermería”, recuerda este hombre de risa contagiosa que, por aquel entonces, trabajaba de comentarista deportivo en Douala (Camerún). Con el dinero que ahorró, compró un billete con destino “el paraíso”: Europa. Así dejó a su familia, cogió algo de ropa y llenó la maleta de ilusiones. “Empecé una nueva vida, pero no pude terminar mis estudios porque no contaba con los medios necesarios”. Por aquel entonces, tenía 27 años y a sus oídos llegaron noticias de que en España buscaban mano de obra. “La España de la abundancia, decían”.
Cuando su tren llegó a la capital en 2003, no conocía a nadie. “¿Cómo me iban a aceptar personas que no sabía quién era?”. Esta y otras preguntas le hicieron más fuerte y le animaron a vivir debajo del puente de Segovia tranquilamente, sin hacer tragedia. “Fui feliz”. Y sólo con eso empezó a dar pasos para responder a sus dudas. “El primer día dormí en un banco de la Puerta del Sol, pero al poco tiempo di con el viaducto. Tengo que dar las gracias a muchos españoles que se acercaron y nos dieron mantas y sacos”, relata sobre una serie de vivencias que recoge en ‘Camaleón’, un libro en el que narra en las dificultades de empezar de cero en un país como el nuestro.
No querían morir
En esos escasos 300 metros del Palacio Real, Despin vio por primera vez un cerebro fuera de su sitio. Era el de una joven que acaba de suicidarse. No era la primera vez que lo intentaba, ni tampoco la única. Su situación y la de sus compatriotas no era fácil, pero estaban mejor que ellos porque no querían morir. “Era algo muy duro. Recuerdo a esa chica hablando sola, gritando. Nosotros estábamos ya acostados cuando empezamos a escucharla. Al principio pensamos que no pasaba nada, pero cuando vimos que se subió con la intención de tirarse, fuimos corriendo”. A algunos los vio morir en el acto, a otros los salvó agarrándoles, aconsejándoles o haciéndoles ver un futuro donde no lo había.
“Nosotros no teníamos nada, éramos pobres. No entendíamos por qué la gente de la Europa que nos vendieron se quería quitar la vida”, explica sin tabúes. De hecho, había gente que lo volvía intentar pasado un tiempo. Por eso Despin siempre estaba al acecho ante cualquier recaída. “Intentaba hacerles entender la vida, que se pusieran en nuestro lugar. Si lo piensas, los que debíamos suicidarnos éramos nosotros por la situación que estábamos pasando. El sistema ha vendido muchas falsas esperanzas que se han defraudado muy rápido, lo que ha llevado a la gente a cometer estas barbaridades”.
“No hay que perder nunca la dignidad”
“Lo fundamental es no perder nunca la dignidad”, les subraya hoy a los que están pasando por su situación. Por eso, les enseña a levantarse cada mañana, a asearse en la Casa de Baños y a sentirse útiles para buscar trabajo. “De cualquier cosa”, insiste. Él empezó aparcando coches, limpiando platos y haciendo reparaciones como electricista. No le importaba el horario, las condiciones o el sueldo. Su sueño estaba cada vez más cerca y eso es lo que de verdad le mantenía con fuerzas. Mientras tanto aprendía español escuchando conversaciones de la calle y repitiendo los sonidos. “Uno de mis amigos encontró un trabajo en la construcción de la M-30. El resto también tuvimos suerte. Cuando vieron que éramos tan grandotes y fuertes, enseguida nos contrataron”.
Cuando la obra terminó, la empresa escogió a algunos para que continuaran con otro trabajo en Barcelona. Despin no tuvo suerte. Se quedó en Madrid, bajo el puente. ¿Por qué no alquiló, entonces, una habitación? Porque seguía sin papeles y el dinero que había ganado le permitía comer. La suerte le llevó a conocer a Fray Paco, que hizo todo lo posible para que su situación fuera legal. “Dios quiso que me cruzara con él. Él me acogió, me dio un trabajo y consiguió mi permiso de residencia. Sobre todo, me enseñó a mantener vivas mis ilusiones”. Las mismas que le permiten seguir ayudando a los demás. A los suyos.