Ciencia
Toda la información del mundo, dentro de nuestras células
Una técnica permite guardar los sonetos de Shakespeare en segmentos de genes. Servirá para investigar cómo funcionan nuestras neuronas
Una técnica permite guardar los sonetos de Shakespeare en segmentos de genes. Servirá para investigar cómo funcionan nuestras neuronas.
El presente y el pasado se dan la mano gracias a la ciencia. En el año 1872 el fotógrafo Eadweard Muybridge, pseudónimo de Edward James Muggeridge realizaba torpes intentos de cronofotografía en su laboratorio de San Francisco. Había ideado un sistema para fotografiar una secuencia de movimientos de un personaje o un animal y proyectarla después a cámara rápida, fotograma a fotograma. El efecto era prodigioso para la época: parecía el embrión de lo que luego sería el cine.
Un grupo de aficionados a las carreras de caballos en California, entre los que se encontraba el presidente de la bolsa de valores de San Francisco, se debatía en una polémica tan viva como frívola. ¿Cuando corrían, los caballos mantenían siempre una pezuña sobre el suelo o en algún momento del trote largo se quedaban imperceptiblemente sostenidos en el aire? El invento de Eadweard podría resolver la duda. Así que le encargaron cronofotografiar la carrera de un caballo y su jockey y proyectar después su movimiento. Aquellas imágenes de bestia y jinete trotando grácilmente en blanco y negro se convirtieron en uno de los hitos de la primera historia de la cinematografía.
145 años después, los ojos de científicos como Seth Shipman, de la Harvard Medical School, vuelven a depositarse con emoción en las mismas imágenes del caballo trotante. Pero en este caso, la proyección del film no se realiza sobre sábanas blancas colgadas o aparatos de zootropo, el medio sobre el que se pueden emitir es la invisible piel del ADN.
Shipman ha logrado codificar una secuencia en formato GIF de la película de Muybridge en un segmento de ADN y luego, utilizando la técnica de CRISPR, lo ha introducido en las células de microbios vivos. De alguna manera, la película del viejo Eadweard está ahora metida en la naturaleza, en los genes de bacterias que la llevan dentro de su propia esencia vital.
La técnica CRISPR ha hecho fama gracias a su capacidad de editar segmentos de ADN con la intención de repararlos y evitar así ciertas enfermedades. Pero desde la osadía de Shipman, con CRISPR ya no harían falta discos duros, pen drives o nubes de datos. Toda la información que generamos podría guardarse en el ADN del mundo vivo.
Antes de volvernos locos con las abracadabrantes especulaciones a las que el invento incita, será bueno tratar de entender cómo demonios han logrado hacerlo.
El equipo de Shipman escogió una reproducción en GIF –uno de los formatos de vídeo digital más sencillos– del caballo de Muybridge. La idea de usar ADN como soporte de información no es nueva. En realidad la naturaleza lleva cerca de 3.800 millones de años haciéndolo. Pero no fue hasta hace seis cuando un científico llamado Georg Church, a la sazón jefe de Shipman en Harvard, guardó por primera vez el contenido de un libro en un segmento de genes. Un año después, expertos ingleses se las apañaron para almacenar de igual manera todos los sonetos del Shakespeare, el discurso «Yo tengo un sueño» de Luther King y una versión en PDF del artículo donde Watson y Crick explicaban la estructura del ADN por primera vez.
Parece que los genetistas se volvieron locos con la idea y ya circulan por ahí bacterias que llevan en sus genes todo tipo de contenidos menores.
Shipman ha ido algo más lejos. Primero ha recodificado el ADN de algunas bacterias de manera que cada secuencia de letras que lo componen corresponda a un color de un pixel de la imagen –más gris o más negro... ya que la imagen es en blanco y negro–. Una vez editado en ADN, mediante CRISPR esa secuencia se ha insertado en el genoma de una bacteria de E.coli. La bacteria creció durante la noche. Al día siguiente, en el laboratorio se extrajo la secuencia de ADN que se le había insertado y se pudo convertir de nuevo en información digital para ser emitida como si fuera una película en el ordenador. Es decir, la imagen digital se convirtió primero en una secuencia de genes para poder ser recuperada más tarde, traducida de nuevo a formato digital y proyectada.
¿Imaginan que en lugar de guardar nuestras fotografías y vídeos en un disco duro las convirtiéramos en ADN que viaje con nosotros en el interior de las células y pudiéramos recuperarlo cuando quisiéramos volver a verlas? La imaginación ahora, puede fluir libremente: espías que portan información secreta en microbios, artistas que hacen «tatuajes» de ADN que solo pueden verse al microscopio, científicos que atesoran toda la información generada por la humanidad, la guardan en placas de Petri con millones de bacterias y las entierran en el permafrost para futuras generaciones o las mandan al espacio...
El objetivo de estos experimentos es conocer si hay algún modo de investigar el funcionamiento de nuestras neuronas, por ejemplo, de saber cómo atesoran información sin destruirlas. Quizás de ese modo se pueda estar un poco más cerca de curarlas cuando empiezan a fallar, por ejemplo, al llegar el azote del Alzhéimer.
Pero la otra idea, la de convertir a la naturaleza en nuestra gran biblioteca suena apasionante. Cada vez generamos más información y cada vez tenemos menos espacio para atesorarla. Los nuevos sistemas de almacenamiento son poderosos, pero efímeros. La piedra de Rosseta lleva más de 2.000 años indeleble mostrando su información al mundo. Pero solo alberga unos bits. Cualquier soporte digital que hoy almacene terabytes de información quedará obsoleto dentro de una década. Cuanto más capaz es un soporte, menos dura. ¿Romperán ese paradigma las memorias de ADN? ¿Serán el soporte perfecto y definitivo para guardar los 250 libros por persona y año que generamos cada uno de los ciudadanos del planeta en forma de datos? A este ritmo, y con los soportes actuales, se tardaría 40 años en hacer una copia de seguridad de todo los datos que generamos en el mundo. ¿Será el ADN la solución? Habrá que esperar aún décadas para ver el resultado. Por cierto, mientras desvelo qué ocurrió con el experimento de Muybridge: sí, los caballos tienen en algún momento de su carrera todas las patas en el aire.
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