Agencia Espacial Europea
Usted y yo somos marcianos
Somos más marcianos de lo que creemos. Al menos si hacemos caso a las provocadoras aunque no del todo descabelladas teorías del profesor Steven Benner, un experto en el estudio de la biología temprana que se ha pasado buena parte del verano divulgando sus tesis sobre el origen de la vida en la Tierra. Según él, los primeros ladrillos de la vida terrestre no surgieron en nuestro planeta sino en Marte y de allí viajaron a lomos de fragmentos de meteorito hasta su definitivo aposento en nuestro suelo.
No es el primer científico que propone la procedencia alienígena de nuestra biológica estirpe. De hecho, la teoría de la Panspermia (la idea de que los componentes químicos de los seres vivos microscópicos que poblaron la Tierra hace 3.800 millones de años fueron inseminados desde el espacio) es una de esas modas científicas que van y vienen cíclicamente.
Benner ahora cree tener datos para demostrar que Marte y la Tierra eran planetas mucho más parecidos entre sí hace 4.000 millones de años de lo que son ahora y que no es estúpido pensar que algunos componentes químicos del suelo marciano, llegados a la Tierra en parte de los mil millones de toneladas de roca que nos ha enviado el planeta vecino, pudieron catalizar el origen de los primeros microorganismos terrícolas.
¿Por qué? Puede que la Tierra no fuera entonces el mejor candidato para cobijar vida. Sobre todo por carecer de la concentración adecuada de oxígeno. Este gas es fundamental para generar procesos de oxidación en algunos minerales como el molibdeno. Y resulta que el molibdeno está íntimamente relacionado con la catarata de procesos que condujeron a que la Tierra esté habitada. Las enzimas que contienen molibdeno se convirtieron en catalizadores utilizados por algunas bacterias para generar nitrógeno. El nitrógeno, a su vez, permitió nutrir biológicamente los océanos y hacerlos más proclives al desarrollo de organismos complejos. De ahí a que estemos usted y yo apaciblemente charlando de ciencia sólo hicieron falta entre 3.500 y 3.800 millones de años.
Benner cree que ese tipo de minerales poco presentes en la Tierra sí lo estaban en Marte. Como nuestra órbita nos convierte en diana fácil de los meteoritos que proceden del planeta rojo (cada vez que un impacto en su superficie desgaja algún fragmento de roca), el molibdeno pudo viajar desde allí cargado de buenas noticias. ¡Todo un trabajo de carambola cósmica! Asteroides procedentes de los confines del Sistema Solar chocan contra la piel de Marte, el coche desprende material del suelo marciano preñado de molibdeno y otros precursores bioquímicos. Algunos de esos fragmentos se topan con la Tierra (el único planeta conocido que tiene condiciones climáticas y físicas necesarias para que brote la vida)... ¡et voilà!
Porque, salvada la excepción de los procesos oxidativos que señala Benner, la Tierra tenía el resto de los deberes hechos. Su masa era la adecuada: un mundo poco masivo no generará la suficiente atracción gravitatoria para evitar que las moléculas de gas atmosférico se escapen al espacio. Sin atmósfera no hay aislamiento, no hay protección radiológica y no hay intercambio de calor entre la superficie y el entorno. No hay vida. Además, la atmósfera pesa. En términos más técnicos: ejerce presión. La presión atmosférica en la superficie de la Tierra es la ideal para que surja agua líquida entre los cero y los 100 grados, más o menos, rango de temperaturas muy cómodo para la vida.
El tamaño, o mejor dicho, la masa del planeta es también importante para otra cosa: para generar actividad interior. Si su diámetro es muy reducido enseguida perderá la temperatura interna. Hagan la prueba con dos platos de sopa y comprueben cuál se enfría antes: el más grande o el más pequeño. Un planeta que se enfría muy deprisa está condenado a la muerte: pierde toda su energía, no tiene tiempo para generar suficiente actividad volcánica, carece de movimientos tectónicos. Todo ese motor interior, dinámico y caliente favorece la aparición de continentes, genera intercambios de calor, aumenta las probabilidades de producir atmósferas, favorece campos magnéticos y ofrece cobijo para la biodiversidad. Un planeta vivo, como la Tierra, es el que mantiene el corazón caliente. Parece ser que el tamaño ideal para mantener un planeta vivo es aquel cuya masa está entre la de Venus y la de Marte. Justo como la Tierra.
La habitabilidad de un planeta depende, también, de su órbita. ¿Se imaginan que en nuestro mundo los mares se evaporasen y se congelasen periódicamente? Esto podría ocurrir si la órbita de la Tierra fuera más excéntrica de lo que es. De manera que una órbita apacible para la vida es aquella que no presenta una diferencia demasiado abismal entre la distancia mayor y la menor de su astro de referencia. También hay que tener cuidado con el movimiento de rotación del planeta en cuestión. Nuestro mundo gira alrededor de un eje inclinado unos 23,5 grados como media. Dicha inclinación es culpable del paso de las estaciones. Una mayor inclinación generaría un insoportable vaivén estacional. Una inclinación menor haría imposible la biodiversidad debida al cambio de condiciones estacionales
La vida es frágil, hemos de reconocerlo. Por eso es tan difícil que brote en ciertas circunstancias. Pero, si hacemos caso a las teorías de Steve Benner, hace miles de millones de años ocurrió un «milagro» cósmico que propició que las moléculas adecuadas viajaran al lugar adecuado en el momento adecuado... Algo le deberemos entonces a Marte.
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