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Lynch no tiene límites
El regreso de «Twin Peaks» es tan desconcertante y cautivador como se preveía y la crítica estadounidense alaba su «visión asombrosa»
El regreso de «Twin Peaks» es tan desconcertante y cautivador como se preveía y la crítica estadounidense alaba su «visión asombrosa»
Poco importa que 27 años después el espectador sea más resabiado y que la ficción televisiva haya dado un salto cualitativo de proporciones gigantescas. El Everest sigue siendo David Lynch y hay que tener muchos arrestos para acompañarle hasta la cima en el regreso de «Twin Peaks», que estrenó Movistar Series Xtra en la madrugada del domingo al lunes. Lo más recomendable es no llevar en la mochila el peso de los recuerdos y la nostalgia sobre lo que ocurrió hace más de un cuarto de siglo. Se harían un flaco favor y menospreciarían la capacidad de Lynch para reinventarse sin dejar de ser él mismo. Los autores son así, unos depredadores que siempre vuelven al lugar del crimen aunque el móvil sea distinto. El reencuentro con la música de Angelo Baladamenti fue lo más académico de una ficción que, voluntariamente, rompe sus costuras poseída por esa locura absorbente «made in Lynch». Ayer, los diarios estadounidenses se rendían a sus pies. «The Angeles Times» la califica como un «espléndido regreso», «Variety» destaca su «visión asombrosa» y «The New York Times» alaba esos «silencios amenazantes preludio de que algo horrible o maravilloso podría estallar en cualquier momento».
Cooper, un macarra
No hubo que esperar demasiado para recibir el primer puñetazo seco en la mandíbula. El pulcro agente Cooper –a Kyle MacLachlan le vino la providencia a ver cuando Lynch se cruzó en su destino– es ahora un macarra con greñas y una imposible camisa de piel de serpiente. Puede que este atuendo sea un guiño a aquella chaqueta de pitón que Nicolas Cage lucía chulesco en «Corazón salvaje» (1990). ¿Puestos a divagar? porque es lo que el director pretende desde el minuto uno. Por ejemplo, que empecemos a movernos en el sillón al no saber si estamos ante Cooper o el señor C., despojado de cualquier atisbo de humanidad. No esperábamos menos de él, aunque todavía queda la duda de si su delirante propuesta es porque confía mucho en nuestra inteligencia o porque la desprecia. Él sabrá. Lo que no cabe duda es que ha hecho lo que ha querido y le está echando un pulso, uno más, a la crítica y a la audiencia.
No se desvela nada si se dice que la trama –retorcida, perversa, oscura– se desarrolla en cuatro escenarios: el añorado pueblo rescatado de algún cuadro de Norman Rockwell –aunque luego Lynch lo transformó visualmente en un lienzo de Francis Bacon o Edward Hopper–, en Dakota del Sur, Las Vegas y Nueva York. No faltan los crímentes sórdidos, ni Laura Palmer, que prometió volver. Sin embargo, cuando el televidente cree que ha atrapado el hilo conductor de lo que está pasando, Lynch lo corta y nos vuelve a dejar sin red. Porque a este señor le gustan mucho los coitus interruptus narrativos, el desconcierto, pulverizar los códigos visuales y sobre todo, que se produzca un cortocircuito en nuestro subconsciente con secuencias oníricas. Aunque, todo hay que decirlo, en más de una ocasión es irritante por el sentimiento de superioridad que transmite. A estas alturas ya se sabe que mantiene una relación sadomasoquista con sus fieles.
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