Barcelona
El asesino del Gérgal quería más sangre
Lamentó no haber acertado a matar también a su sobrino político y ni se inmutó al saber que su vecina perderá la movilidad de una mano
El puntero láser rojo se posó a la altura de su corazón. Juan León, alias el «Cascapolos», vio la luz roja, la de las películas, y la reconoció. En un instante, siguió su haz y comprobó que varios francotiradores estaban tumbados sobre los tejados próximos. Lo tenían a tiro. Si hubieran querido, podrían haberlo derribado. Asustado, se escondió de nuevo tras la cortina que había osado mover levemente con un dedo para otear fuera. Estaba rodeado y la noche acababa de posar sus sombras sobre Gérgal, una localidad a tan sólo 20 minutos de Almería.
Juan no se llevaba bien con el mundo. Isabel, su hermana melliza, de 53 años, acumulaba mucho de su odio. Hace años que se había llevado a su madre a Barcelona y hacía y deshacía con sus dineros y con sus escasas propiedades. Para cuando muriera, poco le corresponderían a él. Y eso le irritaba sobremanera. «Siempre hemos tenido problemas con Juan», contaba Modesto, el marido de Isabel, parapetado tras unas gafas negras que ocultaban ojos irritados por el llanto y bolsas negras por la falta de sueño. «En vacaciones, en las reuniones familiares, siempre daba problemas. Últimamente, incluso con amenazas de muerte».
La pasada semana, Juan se tuvo que ver las caras con su sobrina en los juzgados. La hija de Isabel lo había denunciado por apropiación indebida. Él se negaba a entregarle los muebles de cocina que la abuela le había prometido. El juez le dio la razón a la joven y pactaron que el domingo día 6 de octubre, a primera hora, pasarían a recogerlos. Juan les tenía que abrir la puerta de la cochera donde los almacenaba.
El sábado, el «Cascapolos» salió a coger setas, comió y gastó algunos de sus ahorros bebiendo en las fiestas de un pueblo cercano, Aulago. Cuando ya no pudo más, fue a dormir a casa. Los efluvios del alcohol se evaporaron con el sueño. «Me levanté con una idea clara: quería matar a mi hermana», confesó a la Guardia Civil. Desayunó, se vistió y con una escopeta repetidora en una mano y una linterna en la otra, se internó en el pueblo. Justo al lado de la casa de su madre y de la cochera, donde había quedado para entregar los muebles de cocina, hay un edificio en construcción. Allí, con las primeras luces del día se escondió. Agazapado esperó a que su hermana llegase. No lo hizo sola. La acompañaba el marido de su hija, el sobrino político de Juan, Jesús, de 27 años, y Conrado, un amigo que les iba a ayudar a cargar con los enseres. Una vecina, María del Valle, los vio y se acercó a hablar con ellos. Juan, levantó la escopeta, puso el dedo en el gatillo y abrió fuego cuatro veces. Isabel falleció en el acto, su yerno y la mujer cayeron al suelo heridos. Conrado tuvo más suerte y salió corriendo. «El malnacido les esperaba desde la seis de la mañana. Fue a ejecutarlos con premeditación y alevosía», afirma rotundo Modesto, el marido de Isabel. El dolor y la rabia se le escapan por la boca: «Ha disparado fríamente, primero contra mi yerno y luego contra su hermana por la espalda, como los cobardes».
Juan huyó como alma que lleva el diablo. Los gritos de los heridos despertaron al pueblo. Todavía olía a pólvora cuando los primeros llegaron a socorrerlos. La más grave, la vecina, con un brazo destrozado. La venganza la sorprendió en la línea de fuego. Mientras, el asesino se alejaba del pueblo y se escondía en el monte. Allí, como un «Rambo», esperaba sobrevivir. Conocía cada recodo del lugar.
La Guardia Civil se desplegó por el pueblo y los alrededores. Buscaba a un hombre armado, peligroso, que había huido a pie. No podía estar lejos. Peinaron Gérgal y sus alrededores. En moto, a pie, en coche, desde un helicóptero. El domingo acabó y todavía seguía libre. Los vecinos se encerraron en sus casas mientras los agentes de la Benemérita, sin descanso, los protegían y seguían buscando. El lunes 7 de octubre, Juan, evitando que le capturasen, se refugió en su cortijo. No le gustó lo que vio, así que encendió el teléfono móvil y llamó a su hijo. «Oye, ¿por qué está rota la cerradura del cortijo?», le espetó sin decirle si quiera buenos días. «Pues por qué va a ser. La Guardia Civil fue a buscarte allí». Juan no le dio importancia a la respuesta y cambió de tema: «¿Qué ha pasado?», preguntó. «¿Qué ha pasado de qué?», le respondió su hijo. «De la movida. ¿Qué ha pasado con la movida?», insistió el padre. «Pues que has matado a tu hermana y has herido a dos más. Están graves», le informó su hijo. Juan quiso saber las identidades. Le dio lo mismo que una fuera una vecina que nada tenía que ver en sus problemas. Su tono era frío, duro, el de un hombre con el alma podrida. «Anda papá, entrégate, entrégate», le suplicó su hijo. «Vale, vale», respondió Juan antes de cortar la llamada y apagar el móvil. Pero su intención era la contraria, seguir huyendo. Evitar a las patrullas. Su principal problema era la comida. Hay vecinos que aseguran que lo vieron salir de casa de un amigo, después de saltar la valla de la casa. Pero los dos lo niegan.
El martes 8, a eso de las 20:00, Juan, amparado por las sombras, se coló en el pueblo y se escondió en la casa de la madre. Un vecino lo vio y avisó de inmediato a la Guardia Civil. No tardaron un minuto en desplegarse alrededor de la casa. Juan, dentro y los agentes, fuera. Comenzaron las negociaciones. El objetivo era que se entregase, pero el «cascapolos», cerril, no cedía. Unas 16 horas estuvieron así. Todavía no se sabe muy bien cómo, pero Juan logró evadir el cerco policial. Probablemente, a través de una conducción de aire llegó a la casa de al lado, deshabitada. Y volvió a huir. Se encontró a un vecino. Éste al verle se encogió asustado. «Tranquilo no te voy a hacer nada. Sólo quiero tabaco y agua», le explicó. «No tengo de nada», reconoció el vecino temeroso. Juan, entonces, fue a casa de su hijo. Él le negó los cigarrillos y el agua, intentó retenerlo y forcejearon. Ésta es, al menos, la versión que maneja el juez, avalada porque el hijo de Juan tenía la camisa rota. Además, les explicó a los agentes qué camino había seguido su padre en la huida. Cuarenta minutos después, la Guardia Civil lo detenía detrás de un arbusto, cerca de un pozo, sin arma y sin oponer resistencia.
Altivo, no bajó la cabeza en ningún momento; su barbilla, separada del pecho y la mirada retadora, hasta orgullosa. Confesó el asesinato y lo justificó. Le dio lo mismo enterarse de que fruto de las heridas del brazo, María del Valle, que pasaba por allí, perderá la movilidad de una mano de por vida. Y lamentó que Jesús, su sobrino político, estuviera recuperándose en el hospital de una herida de bala en la espalda. «A él también quería matarlo», reconoció. Durante los registros, los agentes encontraron dos escopetas de perdigones y una carabina, pero del arma del crimen, ni rastro. «La compré en el mercado negro, y me deshice de ella nada más disparar. La arrojé a un contenedor», confesó Juan. Miente: se registraron todos y allí no había nada. Además, hay testigos que apuntan a que lo vieron salir del pueblo con ella en la mano. A pesar de que falta la escopeta repetidora, las evidencias que han acumulado los investigadores son aplastantes. Tantas que el juez lo ha enviado a prisión si fianza. Pasarán muchos, muchos años hasta que Juan, el «Cascapolos», pueda volver a correr por los montes de Gérgal.
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