Restringido
¿Puede sobrevivir sin su smartphone?
LA RAZÓN se atreve con un experimento que, para muchos, constituye toda una pesadilla: pasar siete días sin teléfono móvil. Desde el síndrome de abstinencia hasta recuperar sentidos que creíamos olvidados, la experiencia supone toda una aventura
Llevo años escribiendo sobre ciencia y tecnología. Para mí, estar conectado es parte esencial de mi trabajo. Y no soy el único. El 45% de los seres humanos consultamos el móvil en el baño, dos de cada tres hemos enviado mensajes mientras conducíamos y la mitad controlamos las últimas novedades antes de ir a dormir. Allí llevamos nuestra vida: lo usamos como cámara, agenda, alarma, GPS... Yo ya ni siquiera llevo grabadoras a las entrevistas. Y confieso que en ciertos momentos, he tenido dos móviles.... por las dudas.
La primera llamada de alerta surgió hace un par de semanas. Cuando compartía una cena en familia, levanté la vista y vi a mis dos hijos adolescentes intercambiarse vídeos por bluetooth, a mi mujer participando de un grupo de WhatsApp para una despedida de soltera y a mi hija pequeña, de menos de dos años, jugando con un smartphone de pega.
Unos días atrás, investigando para un reportaje, recordé un estudio sobre la felicidad elaborado por Mathew Killingsworth, de la Universidad de Harvard. Killingsworth desarrolló una aplicación llamada Rastrea Tu Felicidad (Track Your Happiness) que recolectaba información de 15.000 personas en 80 países acerca de cuán felices eran a lo largo de diferentes momentos del día. Y el resultado fue que el mayor índice de felicidad registrado coincidía con aquellos momentos en los cuales los participantes estaban concentrados en algo preciso. La idea resultaba contraintuitiva: se supone que somos felices cuando no hacemos nada en particular, cuando dejamos a nuestra mente vagar en fantasías. Pues no. La prueba más obvia la encontré cuando me di cuenta de que en el trabajo me encontraba muy feliz, estaba haciendo algo. En cambio, cuando pretendía que el tiempo pasara más rápido en el tren, conectado a internet o actualizando las redes sociales, no experimentaba la misma alegría. Llegué a mi casa y reuní a la familia. A cada uno le di mi correo electrónico, el número de mi oficina y el móvil de un compañero, por cualquier emergencia: «A partir de mañana y hasta el lunes que viene voy a estar sin teléfono móvil. Me pueden ubicar aquí». Mis hijos enseguida creyeron que iba a cambiar de modelo y se pidieron al unísono el viejo smartphone y mi mujer pensó que iba a cambiar de familia. Hoy, domingo, se cumple una semana desde aquel día. Y esto es lo que sucedió desde entonces.
LUNES
Ayer por la noche tuve que buscar en un cajón un viejo reloj digital con alarma. Para resistir el «mono» le quité la tarjeta SIM al teléfono y se la di a mi hija, para que la escondiera, aprovechando que se iba de campamento de verano y no podría verla. Y a mi mujer le pedí que escondiera el aparato, por si no resistía la tentación y denunciaba que se me había estropeado la tarjeta. Por la mañana casi me quedo dormido: mi cerebro no reconocía el sonido de la nueva alarma. Mientras me vestía tenía la constante sensación de haber dejado la plancha encendida, a mi hija menor con una tijera en la mano o la declaración de la renta sin hacer... Algo me faltaba y no supe qué era hasta que tuve lo que comencé a llamar el reflejo del Pavlov digital: escuché el sonido de un whatsapp y empecé a babear...Bueno, casi. Esta rutina se repetiría en el tren, en la oficina, en la calle. Parecía que dejar el móvil había agudizado mi sentido auditivo, como un ex fumador que asegura que su sentido del gusto es mucho mejor. Hasta que no llegué a la oficina, no supe nada sobre las redes sociales, no pude actualizar mi página en Instagram con una imagen de un hombre que era calcado a Gary Oldman (el Gary Oldman de Drácula, aclaro) ni pude recordarle a mi hija que cogiera un candado para el campamento (¡lo hizo!). Al llegar a la oficina me lancé ávido a mi ordenador para saber si tenia un e-mail urgente, si Facebook se había dado cuenta de mi ausencia o si Twitter se había congelado 16 horas antes. Nada. Ni correos, ni mensajes urgentes a través de las redes... El mundo seguía girando como si yo todavía tuviera un smartphone. Llamé a mi mujer por el teléfono fijo... a gritos. Se asustó. Como no estoy acostumbrado a un teléfono con cables me levanté y tiré el café. En la reunión de la mañana no sabía qué hacer con mis manos mientras todos mis compañeros recibían mensajes, realizaban alguna actualización o comentaban una nueva app. Llegué a casa agotado.
MARTES
Me desperté de mejor humor. Aunque no entendía por qué. Me llevé un libro para leer en el tren. Y lo disfruté («El gallo de Hierro», de Paul Theroux). En la oficina me serví café en una taza (no en los vasos de plástico de la máquina) y me dediqué a escribir. Todavía estiraba la mano cuando escuchaba el sonido de un whatsapp o cuando quería saber qué hora era. Pero aprendí a permanecer sentado al hablar por el teléfono fijo y a escuchar a los demás en las reuniones. Nunca me había dado cuenta de que no soy el único que dice cosas interesantes. Interesante... Al llegar a mi casa, casi cedo y envío un whatsapp desde el móvil de mi hijo respondiendo a una foto ridícula... Fui fuerte y sólo me reí.
MIÉRCOLES
Es increíble la cantidad de gente que no deja de usar el móvil en el tren desde que se sienta hasta que se levanta en su estación. Yo casi había olvidado que los vagones tienen ventanas. Empiezan a molestarme aquellos que hablan a voz en cuello, como si a los demás nos interesara que probablemente la ropa se haya desteñido por usar el suavizante de marca blanca... como si fuera muy urgente. Tengo el sentido del oído más desarrollado. Es innegable. Hasta juraría que en Madrid hay pájaros cantando. Tomo un café en un bar nuevo. Tienen wifi. Pero no croissants. No volveré.
JUEVES
Hacía mucho que de camino a la oficina no miraba al cielo. Habitualmente voy respondiendo o mandando mensajes. Y mirando hacia abajo. Como todos los que van por la calle. No recuerdo mi puntuación en un juego similar a Pong. Y tampoco me importa mucho. Me río cada vez que mi mujer se ríe y me dice «no sabés lo que te perdés» al leer un mensaje del grupo de amigos... Hoy tomé unas cervezas con ellos. Y no les dejé subir la foto a Facebook hasta que yo me fuera. Terminé el libro. Fui a comprar otro y me preguntaron si quería la tarjeta de socio de la librería. Me pidieron un teléfono y tuve que dar el de mi casa.
VIERNES
Ya no me llama la atención que nadie me envíe correos diciéndome que me llamó y que no respondí. Tampoco me llama la atención que no me genere ningún sentimiento de culpa. Recuperé un viejo MP3 con canciones que me gustaban una década atrás. Algunas me sorprendieron gratamente. Otras me dieron ganas de quemar el aparto. Y a mi con él por mi pésimo gusto.
SÁBADO
Me levanté temprano y busqué recetas en un libro de cocina. Hice pan, mermelada picante y huevos escoceses. Mi mujer dice que ya no encuentra el móvil. He ahorrado unos 12 euros en apps y juegos que no descargué y comencé a utilizar la función de recomendación de Spotify para escuchar nuevas canciones. He notado que mi nivel de atención se ha ampliado. Soy capaz de leer un artículo completo en un periódico. No me disperso tanto y ayer obligué a mi hijo a acompañarme por la noche a ver la lluvia de estrellas. Nos tendimos en la hierba y nos quedamos media hora (para él un siglo) hablando. Más tarde admitió que «me moló. Pero no voy a dejar de usar el móvil, ¡eh!».
DOMINGO
Sobre la mesa aparece, con una cinta de regalo, mi viejo móvil. Es raro. Había recuperado el hábito de sacar fotos con mi cámara réflex y la diferencia se nota, quizás no tanto en la calidad, pero sí en el gusto de buscar la foto, en el tiempo que me tomé para cada imagen. Es cierto, no puedo vivir sin móvil. Pero él sí puede vivir sin mí. Entonces hemos llegado a un acuerdo: lo voy a empezar a usar para estar conectado. No para estar enganchado. Al menos lo intentaré.
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