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Crítica de «Devs»: El futuro ya está aquí, y lo tenemos muy visto
La nueva serie de Alex Garland, en HBO, se dedica menos a buscar formas nuevas de imaginar el futuro que a rciclar elementos visuales y narrativos de ficciones previas
Había muchas expectativas puestas en «Devs», y es lógico. Alex Garland, su creador, es uno de los narradores de ciencia ficción actuales más estimulantes. Primero como guionista de películas como «28 días después» (2002), «Sunshine» (2007) y «Nunca me abandones» (2010), y también como director de «Ex Machina» (2014) y «Aniquilación» (2018), el británico siempre ha hecho gala de una mezcla de fidelidad a las tradiciones del género y voluntad inventiva para explorar la naturaleza de los humanos y nuestra tendencia a autodestruirnos, especializándose en el proceso en un área que podríamos definir como paranoia futurista. Teniendo todo eso en cuenta, es una lástima que su primera serie de televisión no tenga gran cosa que decir al respecto.
Al igual que «Ex Machina», «Devs» centra su relato en el trabajo llevado a cabo en el seno de una misteriosa empresa tecnología liderada por un CEO excéntrico que mantiene en secreto sus intenciones y sus métodos. Partiendo de esa base, y mientras trata de funcionar a la manera de un thriller clásico –su verdadera protagonista es una ingeniera de software que intenta descubrir la verdad tras la muerte de su novio, en la que el CEO está implicado–, la serie reflexiona sobre los peligros del avance tecnológico descontrolado y se pregunta si existe el libre albedrío, o si todo comportamiento humano está predeterminado.
Para ello, adopta un tono increíblemente solemne y un ritmo autoconscientemente lento, y trufa cada uno de sus episodios tanto de conversaciones pomposas sobre computación cuántica, mapeo de neuronas y multiversos como de personajes que citan a W. B. Yeats. Es, dicho de otro modo, una ficción convencida de su propia profundidad. Podría decirse que demasiado convencida. En primer lugar, porque se ocupa tanto en resultar complicada e inteligente que desatiende tareas tan básicas como la necesidad de crear tensión. Buena parte de sus secuencias supuestamente climáticas se limitan a mostrarnos a un personaje que descubre algo que nosotros ya sabíamos, y tanto ellas como el resto de la serie están vehiculadas por una combinación de atmósfera hermética e interpretaciones hieráticas que trata de resultar amenazante pero en realidad exprime al relato su energía dramática.
En segundo lugar, porque al ver «Devs» es inevitable sentir «déjà vu». Sus debates éticos y existenciales no van más allá del tipo de dilemas que cualquier episodio de «Star Trek» podía explorar hace medio siglo, en una sola hora de metraje y sin darse tantos aires. Y sus diferentes elementos narrativos despiden un olor intenso a estereotipo: un edificio de Silicon Valley tan elegante y límpido que en su interior sin duda suceden cosas feas; una tecnología grande y misteriosa que cambiará el mundo; un enigmático inventor con complejo mesiánico y azotado por la muerte de un ser querido. Y así. El futuro que «Devs» imagina ya está aquí, y lo hemos visto en otras ficciones.
En última instancia, se trata de una serie tan entretenida como incapaz de sorprender. En lugar de penetrar en algunos de nuestros temores más urgentes –a perder nuestra humanidad, a hacer insostenible la vida en el planeta, a no ser capaces de controlar nuestro destino– se limita a ofrecernos representaciones trilladas y banales de esos miedos. La peor profecía que trae consigo no es que el futuro será negro, sino que incluso alguien como Garland quizá haya dejado de proponernos formas estimulantes de imaginarlo.
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