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¿Un negro futuro? Ni se imagina usted cuánto

La segunda temporada de la serie de moda, «The Handmaid’s Tale», es aún más violenta y pesimista que la primera.

Elisabeth Moss en el papel de June, protagonista de la serie «The Handmaid's Tale»
Elisabeth Moss en el papel de June, protagonista de la serie «The Handmaid's Tale»larazon

La segunda temporada de la serie de moda, «The Handmaid’s Tale», es aún más violenta y pesimista que la primera.

Probablemente no haya otra ficción en toda la historia de la televisión capaz de provocar tanta admiración y a la vez tanto rechazo como «The Handmaid’s Tale». Antes de enfrentarse a cada nuevo episodio uno debe plantearse hasta qué punto sus abundantes atributos artísticos –es una serie inteligentemente escrita, impecablemente interpretada y visualmente deslumbrante– lograrán compensar los niveles de cabreo y desesperación que contemplarla provoca. Si la capacidad para deprimir al espectador fuera el criterio según el cual se mide la calidad de una serie, esta sería la mejor jamás emitida.

Lo que la distingue es que no solo es desoladora; de esas hay muchas. También insiste en dejarnos claro que el escenario futuro en el que transcurre –una teocracia distópica en la que las mujeres son esclavizadas y sistemáticamente violadas para poder así proveer de bebés a las élites infértiles– no está tan lejos de nuestro mundo presente. Se asegura de que no seamos capaces de verla sin apartar la mirada, y nos deja claro que de eso precisamente se trata: de no querer ver hasta qué punto podría nuestro mundo desintegrarse si los poderosos siguen decidiendo que sus derechos son más importantes que los del resto.

Escenas de tortura

En los momentos iniciales de su segunda temporada, como consecuencia de su pequeño conato de rebelión, June (Elisabeth Moss) y muchas otras criadas se ven atrapadas en una de las más crueles escenas de tortura en masa imaginables. Y a lo largo del resto del episodio, mientras visitamos un matadero y un «gulag» y varias cámaras de tortura, queda claro que algo ha cambiado. En su primera tanda de episodios, y al igual que la novela de Margaret Atwood en la que se basa, la serie nos transmitía el horror principalmente a través de destellos de violencia, o planteando ideas capaces de sugerirnos imágenes pavorosas. Aquella primera temporada incluía solo unas pocas referencias a los sucesos que desembocaron en la represora dictadura de Gilead –una plaga de esterilidad, el golpe de estado escenificado por un movimiento–.Y cuando June fue empujada a convertirse en criada, y se la avisó de que negarse implicaría ser mandada a las colonias, no se nos dio más detalle. La segunda temporada, en cambio, sí nos explica con todo detalle qué son las colonias: eriales nucleares en los que las criadas descarriadas –por ejemplo, lesbianas, o adúlteras, o disidentes– son forzadas a trabajar como mulas y reciben descargas eléctricas con picanas si no lo hacen eficientemente. Todo a su alrededor, incluso el agua que beben, está contaminado. Por las noches tosen sin parar; las uñas y los dientes se les caen; la piel se les va cubriendo de llagas y ampollas. Y luego mueren.

En otras palabras, contemplar la segunda temporada de «The Handmaid’s Tale» proporciona una experiencia mucho más cruenta que la que proporcionaba contemplar la primera, y eso tiene su mérito considerando que aquellos primeros diez episodios incluían agresiones sexuales ritualizadas y mutilaciones genitales. Todo es mucho más oscuro, y no solo porque los personajes pasan mucho tiempo en escenarios insuficientemente iluminados, sino sobre todo porque soportan más violencia física, psicológica y emocional. Gritan y sangran como nunca antes, y sufren hasta en retrospectiva a través de los «flashbacks» que Bruce Miller, «showrunner» de la serie, usa para examinar cómo llegó Gilead a materializarse. ¿Son realmente necesarios tanta meticulosidad y tanto entusiasmo en la descripción?

Por un lado, es cierto que el sentido mismo de la serie es hacer que entendamos adonde acaban conduciendo la misoginia institucionalizada y los gobiernos basados en el fanatismo ideológico o religioso. Con ese fin, los primeros episodios de la nueva temporada nos dejan muy claro lo desesperadas que son las vidas de las criadas y de todos aquellos en Gilead que no apoyen al régimen, y la inmisericorde respuesta que toda forma de resistencia provoca. Y mientras lo hacen parecen contradecirse a sí mismos porque, con el fin de abanderar una actitud inconfundiblemente feminista, acumulan escenas lujosamente detalladas en las que mujeres son terriblemente castigadas y humilladas.

Derechos sociales

Sí, eso es lo que pasa cuando se impide que la población femenina tenga libertad sexual y derechos sociales que, según dicta el sentido común, son consustanciales a su identidad; y sí, por todo el mundo hay víctimas de la trata de blancas, y personas que son empujadas al matrimonio en contra de su voluntad, a menudo durante su niñez. Captamos el mensaje y, como la serie demostró en la primera temporada, lo captaríamos igualmente aunque no se nos explicara de forma tan explícita. Con la representación en pantalla de la violencia siempre pasa lo mismo: que hay una fina línea separadora entre no llegar y pasarse; entre dejar suficientemente claro el sufrimiento que provoca y acabar recreándose en él. Y «The Handmaid’s Tale» aún tiene pendiente justificar de forma convincente su empeño en hacer equilibrios funambulistas sobre ella, ofreciéndonos un atisbo de fe en que sus sufridoras protagonistas tienen la capacidad para provocar el cambio. Puede que eso suceda a lo largo de la nueva temporada pero, en el mejor de los casos, habrá que aguantar mucho hasta entonces.