Viajes
Francisco Javier es el ejemplo del perfecto aventurero
Un repaso a la vida del valiente misionero navarro, lejos de posibles prejuicios, desvela a un hombre cargado de amor y con un espíritu profundamente aventurero
Todo periodista de viajes tiene sus referencias en los grandes viajeros del pasado. Ellos fueron quienes abrieron la primera puerta a la comprensión entre culturas prácticamente opuestas, dando paso a la amistad, en un tiempo en que las culturas opuestas preferían el diálogo de la pólvora y del acero antes que cualquier otro. Eran valientes. Ojos que tenían un tipo de visión mayor a la nuestra, por encima de las ideologías del imperio y de la raza.
Y es inevitable, al zigzaguear entre las suculentas historias que sus vidas nos ofrecen, enfocar la mirada en un tipo de viajero muy peculiar, que viajaba desarmado, simplemente con un espíritu fuerte de su lado, dotados de una capacidad de adaptación muy difícil de encontrar en los asustadizos humanos. Son los misioneros de los siglos XVI y XVII. Y entre ellos, enmarcado con letras rojas, destaca el nombre de Francisco de Jasso y Azpilicueta. Nosotros le conocemos como San Francisco Javier.
La creación de la Compañía de Jesús
Olvidemos la religión por un momento. Planeando sobre las tierras fértiles del sureste navarro, encontramos a una familia otrora gloriosa y ahora defenestrada, con su padre moribundo en el exilio y los hermanos mayores encerrados en prisión por sublevarse contra el poderoso rey de Aragón. El año es 1514 y Francisco no tiene más de ocho años. Junto a su madre y sus hermanas, mala manera de empezar una vida, observa con estupor el castillo de tu familia siendo demolido por órdenes del conquistador. ¿Qué sensaciones recorren en momentos como este al hombre común? Rabia. Deseo de venganza. Odio. Rencor. ¿Qué sensaciones invadieron al zagal navarro? Perdón. Amor. Olvidemos la religión por un momento.
Lejos de enredarse en rencillas que habrían terminado con su cuerpo malgastado en una celda, o cercenado por las flechas en un rincón fangoso del campo de batalla, Francisco - así firmaba él sus cartas, sin florituras - decidió entregar su vida al conocimiento, el espíritu y el amor, que por aquel entonces venía de la mano de la Iglesia. Una Iglesia, eso sí, vapuleada por la corrupción y los escándalos pecaminosos, al borde de un Cisma que terminaría por desencadenar terribles guerras centenarias entre los países del norte y del sur europeo. Pero Francisco tampoco estaba interesado en estos complicados laberintos de interpretación bíblica o seducción, nada de eso, sino que asqueado por el clima universitario en la ciudad de París, hizo un voto de pobreza y castidad junto a seis compañeros, además de jurar que peregrinarían a Tierra Santa. Y de no poder realizar el peregrinaje, se entregarían a la voluntad del Papa.
Entre sus compañeros de fe se encontraba Ignacio de Loyola, y juntos crearían la Compañía de Jesús. Pero olvidemos la religión por un momento. Hasta la fecha no es más que el ardoroso motor que impulsaba el espíritu de Francisco, una excusa para expresar su ansia por conocer y amar todo rincón del mundo conocido. Mientras tanto, ese mismo mundo continuaba sumergido en guerras sin final aparente; aragoneses contra sicilianos, castellanos contra franceses, ingleses contra castellanos y franceses, venecianos contra turcos. Es esta última guerra la que corta el paso de Francisco en su camino a Tierra Santa y, fiel a su promesa, acude al Papa Paulo III (el cual prohibió la esclavitud de los indios americanos mediante la bula Sublimis Deus, pero esa es otra historia).
Evangelización en la India
No deben pasar muchos años, ya galopan los últimos meses de 1539, cuando recibe en Roma la noticia de que Juan III de Portugal solicita al Papa un puñado de misioneros que prediquen el cristianismo en sus nuevos territorios. Pero olvida la religión por un momento. ¿Qué tendrá que ver a la hora de medir la valentía de un hombre? Cuando, sin pensárselo demasiado, abandona a la floreciente Europa para sumergirse en un mundo desconocido y hostil al crucifijo, en el mismo momento en que miles de religiosos se negaban a hacerlo.
Tras un viaje de 13 meses, desembarca en Goa, la capital portuguesa de la India. Todo aquél que haya visitado el país de las cuatro religiones (hinduismo, budismo, cristianismo e islam) sabrá lo extremadamente complicado que resulta para un europeo comprender su cultura. Cien idiomas pueblan su tierra, miles de millones de habitantes, el intrincado sistema de castas es un laberinto de ideas y capas sociales. Y cuatro religiones con cada una de sus ramas. Incluso Kapuściński - reportero polaco conocido en el siglo XX por su facilidad para adaptarse a otras culturas - reconoció que ni 20 años en la India le servirían para comprenderla. Aquí se encuentra Francisco en 1542.
¿Y qué hace? Para él es sencillo: aprende varios idiomas con suma facilidad, traduce los textos sagrados, evangeliza, estudia, conoce, comprende, crece. Hombres como él son complicados de encontrar. Pero olvida la religión por un momento. Piensa en el hombre.
Sin derramar una gota de sangre consigue superar la oposición de los influyentes brahames y bautiza a miles de personas, hasta que las manos no sienten el agua tras tanta inmersión, únicamente mostrando una fuerza de voluntad asombrosa y un precioso don para el amor y la palabra. Pero no quiero pensar en la religión porque le admiraría igual aunque fuese musulmán, animista o anglicano. Aunque no creyese en ningún dios.
El intento en Japón
Tras extenderse por toda la región su fama de taumaturgo - persona capaz de obrar milagros -, es enviado a Japón en el año 1549, y sorteando los campos de bambú y los rastros de humedad predica por las localidades de Kagoshima, Hirado, Yamaguchi y Bungo. No le supone problema alguno ganarse la amistad de los altos cargos japoneses, incluidos los samurái, y continúa evangelizando. Pero algo ocurre en Japón, aquí no es tan sencillo convertir a sus habitantes, ellos poseen una cultura en extremo cerrada debido a su condición insular y no están dispuestos a aceptar así por así las palabras de un harapiento misionero navarro.
Olvida la religión de una vez, rescata al hombre. ¿Cómo harías tú para hacer entender a un pueblo esencialmente budista que existe un único Dios, muerto y resucitado, pero que a su vez son tres dioses, y tantas otras ideas? No es tarea sencilla. Los japoneses son un pueblo culto en su mayoría, dedicados al desarrollo de su pensamiento a lo largo de los siglos con un mimo quizás mayor que el de los propios romanos. Ellos ya tienen sus propias percepciones sobre la muerte y el perdón, cuyas raíces han pasado los últimos dos mil años profundizando en la tierra. ¿Y qué harías tú?
Francisco comprendió la influencia que China poseía sobre Japón y encontró en el gigante asiático una civilización igualmente rica pero con una abundante clase trabajadora, sufrida y analfabeta y escasa en cuestiones de cultura, mucho más maleables. A estos quiso dirigir su palabra, para que a su vez fueran ellos mismos quienes la transmitieran durante los años posteriores a las islas de Japón.
Muerte en Shangchuan
Pero nunca sabremos si su planteamiento habría funcionado. Al regresar a Goa para comenzar los trámites de su misión, ya que estaba prohibido la entrada de extranjeros en el Imperio chino, se encontró con la desagradable sorpresa de que la India había sido constituida como provincia jesuítica independiente de Portugal. Y peor todavía, él había sido nombrado su provincial (algo así como el gobernador). ¿Ves cómo era importante olvidar la religión? Era un espíritu vigoroso quien movía a este hombre, obligado al movimiento y la evolución constantes, incapaz de arraigarse del todo en ningún lugar. Quizá fuese porque muchos años atrás, el fuego había devorado el único techo bajo el cual se podría haber arraigado.
Obcecado en conseguir su propósito, removió cielo, mares y tierra, perdiendo favores y amigos de todo tipo, para rechazar su nombramiento y entrar a escondidas en China. Lo haría en un junco débil y fácil de zozobrar, en el año 1552. Moribundo y presa de la fiebre. Por la isla Shangchuan. Aquí todo se desmoronó, el espíritu, el hombre y la religión, mal arropados en una choza muy distinta al regio castillo que le había alumbrado. Tantas vueltas da la vida de un hombre, tan difíciles de imaginar.
✕
Accede a tu cuenta para comentar