Viajes
Vaya vaya, la caballa
No te olvides de llevar una lata cuando salgas de casa
En el macizo de Altái nunca hace calor. Sopla un viento furioso durante nueve meses al año y el resto del tiempo se detiene a descansar, pero es que el viento funciona diferente a nosotros y gusta de arroparse con un manto de frío, entonces los tres meses en que el viento no sopla son los más fríos, son gélidos, una ristra de colmillos helados. La boca del lobo atrapa porque tiene dientes. El macizo de Altái rodea con sus brazos de peñascos al visitante indefenso y parece que no lo soltará jamás. Es una tierra escarpada al sur de Rusia, muy próxima a la frontera con el oeste de Mongolia. Allí abrí una lata de caballa que me dio un compañero porque yo iba despistado y no llevaba ni para fumar. Fue todo el almuerzo de aquel día y me provocó un calor placentero el cuerpo. Hacía frío, llovía, habíamos perdido el autobús. Muerta, cuidadosamente despiezada, la caballa entró en mi estómago y se deshizo y se resbaló por el intestino y se fundió con la sangre para nutrir mi cuerpo.
Podemos imaginar que una lata es algo así como una pila. Metálica, con más o menos carga dependiendo del tamaño de cada uno. Una prima mía de Albacete, que es muy montañera y sabe de lo que habla, siente una pasión especial por las latas de leche condensada. Y es lista, veremos por qué: no le cuesta nada llevar en la mochila una lata de 50 ml que pueda mezclar con agua cuando le apetece prepararse un cafelito en la montaña. También me dijo que se ha llevado latas de sardinas en alguna que otra aventura, latas de maíz, cabello de ángel, melocotón en almíbar…
Un militar de maniobras en Zaragoza abre su ración del almuerzo y, ¿qué encuentra? Un sobre de sopa de pollo instantánea con pasta, una tarrina de crema de melocotón, un chicle, tres pastillas de combustible sólido, un hornillo quemador, cuatro sobres de polvo isotónico defatigante, dos pastillas depuradoras de agua y una lata de cocido madrileño que huele de chufla madre. Enciende el hornillo, lía el pitillo y se come la lata tan ricamente mientras oye de lejos a la 6ª Compañía que se está liando a tiros de fogueo con los invitados polacos. Y, qué carajo, algunos incluso piensan que podrían encontrarse los mismos garbanzos cuando escuchen los disparos en Bamako.
A un amigo del colegio se le paró el coche el otro día. Iba de la oficina a su casa, era viernes, ese día llevaba prisa porque se iba fuera de fin de semana y el tráfico ya era mortal a la hora de la comida y lo era aún más a las tres de la tarde, total que se le quedó el coche parado por un tema del aceite, entonces se vio, así lo contó, se vio como uno de los tipos que vemos con el coche parado a un lado de la M-30 el viernes a la hora de comer, un pobre capullo que se olvidó de echarle aceite al bicho y que hasta las cinco ya no iba a comer. Bien, el amigo se olvidó del aceite pero siempre lleva un par de latas en el coche (le gusta el surf y viaja mucho por Cantabria, ya saben) y se comió las dos entre que subían el coche a la grúa. Una de pimientos y otra de atún. Recargó pilas y rellenó el papeleo con una agilidad admirable.
Incluso mi perro espera con un ansia pavloviana su ración diaria de pienso con lata. Se la suelo servir de “ternera con judías y zanahoria” (que es de las que venden en el súper), aunque le gusta mantener el tipo y tampoco hace ascos a la de “salmón con arroz”. Le pongo una cucharada para que el pienso se le haga más llevadero, engaño a la bestia, aunque también le caen rodajitas de chorizo en este o aquél aperitivo, sándwiches que le regalan los niños, los restos de paella que se puso mala, algo que picoteó cuando nadie vigilaba la basura... Mi mujer dice medio en broma que el perro también sirve como papelera de orgánicos pero el bicho colea como loco con el chasquido ligero e insinuante de la lata.
Creo que de viejo contaré que una vez estuve en Mongolia acampando en la estepa y que una manada de caballos salvajes (sin hierros, ni marcas, ni cuerdas, ni crines recortadas, nada) estuvieron conmigo toda la tarde y la mitad de la noche, hasta que los lobos se marcharon. Y que vinieron lobos y todo eso. Pero no olvidaré decirles que antes de que aparecieran los lobos, recién cuando llegaron los caballos, me hice una fogata con la boñigas que encontré (poca madera hay en la estepa) y pude calentar una lata de lentejas riojanas de Litoral. Fue un momento espectacular, muy de madrileños por el mundo, con atardecer instagrameable y todo, el pack completo.
Entonces que no se olvide nunca el viajero de llevar una o dos latas consigo, aunque se vaya a esquiar de pijo a, bueno, a Suiza. Sobre todo si se le ocurre esquiar en Suiza, caramba, claro que sí, que es el lugar perfecto para llevar una lata de caviar de Beluga cultivado en Irán. Puede que se caigan por el lado equivocado de una pista negra. O más humillante aún, por un risco de una roja. Por Mitra que espero que eso nunca suceda pero, de darse el caso, al menos que no les pille con el estómago…
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