Historia

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Joaquín Arnau: «Mi abuelo era conocido y eso despertó envidias, rencor y odio»

Nieto de Juan Bautista Arnau

Joaquín Arnau, en el cementerio de Paracuellos
Joaquín Arnau, en el cementerio de Paracuelloslarazon

La historia de la familia de Joaquín Arnau comienza en Ulldecona (Tarragona). «Es el relato de la persecución religiosa llevada a un caso concreto –apunta–», el de Juan Bautista Arnau: su abuelo. Un hombre humilde, hijo de pallés y de familia religiosa. El campo era algo muy duro y, junto a un hermano, decidió emprender el camino a Madrid «para no vivir las calamidades de siempre», cuenta su nieto. No fue fácil el viaje: a pie y recogiendo excrementos de ganado y de caballerizas para meterlos en sacos que vender y así «subsistir y sacar algo para comer», recuerda. Una vez en la capital, Juan Bautista encontró trabajo de mozo de un almacén de cerámica. Con el tiempo y el buen hacer fue su propio jefe quien le presentó a un empresario para que continuara la progresión de su carrera profesional. No tenía nada que ver con lo conocido hasta entonces, pero le sirvió para saber el oficio de óptico.

Le iba bien y, al tiempo, encontró a la que sería su mujer. Con los años vinieron los hijos. Demasiados para mantenerse con un solo sueldo, por lo que el protagonista dio un nuevo paso y, con los ahorros que había venido, alquiló un portal en Conde de Romanones para levantar su primera óptica. No tardaría en abrir una segunda en una calle cercana, Matute. Después llegó el taxi y una finca en Arganda. Aquel chaval que había dejado Tarragona en busca de algo mejor ya lo tenía ante sí. Ocho hijos incluidos, más uno en camino. Corría octubre del 35 y, fruto de su devoción católica, Arnau se introdujo en la Adoración Nocturna. «Era un hombre que expresaba claramente sus creencias. Iba con su misal en la mano porque así lo sentía», recuerda Joaquín.

La vida iba como había soñado... hasta que estalló la guerra. Y en éstas, la portera de una de las fincas de las ópticas denuncia al empresario al comité de una checa por ser un hombre, literal, «muy religioso, muy católico y muy de derechas», «como se entendía antes que era una persona de familia pudiente, pero mi abuelo empezó de cero», aclara Joaquín Arnau. «Era conocido y eso despertaba envidias, rencor y odio. No sé el trato que tuvo con la portera, pero la anécdota del taxi –lo compró para darle un trabajo mejor a un conductor– demuestra la persona que era».

«Ya sabía que iba a morir»

Con la denuncia comienza la pesadilla. Tres hombres que se identifican como policías le detienen el 12 de octubre de 1936, tras un primer intento en el que no dieron con él. «El motivo era que habían apresado a una persona que tenía una tarjeta suya, pero era una excusa para llevarse a alguien sin dar cuentas –cuenta el nieto–. Y como no tenía nada que ocultar los acompañó». Se lo llevaron a una prisión próxima, pues el trayecto se completó andando. Y de allí a la Modelo y luego a Porlier. Joaquín aprovecha para recordar la imagen que le ha contado su tía: «Me acuerdo de mamá de rodillas, tirando de la casaca del policía para suplicarle que le dejara verle». Lo logró, pero sería la última vez.

Volverían a tener contacto por medio de cartas. «Era una letra horrible en comparación con la caligrafía preciosa que tenía. Lo que dice mucho de su estado de ánimo. Aun así, no mostraba más que signos de cariño y tranquilidad a los suyos. Quizá ya sabía que iba a morir, pero no lo transmitía». Después llegó el paseo de la checa de Porlier a Paracuellos, a la fosa número 6. En la última saca... Con él se desvaneció una herencia que fue engullida en buena parte por el Partido Comunista porque, como recuerda su nieto, «había que aportar algo...». Mejor final tuvo el intento de arresto de la esposa de Arnau: «Un mal hombre que estaba en un día bueno se apiadó de ella y tras ver a los nueve chiquillos que cuidaba dio marcha atrás».

«Un crimen entre miles más cometido por personajes de partidos políticos y sindicatos que aún hoy son, incomprensiblemente, legales y subvencionados con dinero público, incluido el de los descendientes de sus víctimas. No me consta que hayan pedido perdón ni hayan indemnizado a ninguna víctima aún, cuando son ellos mismos los impulsores, de manera indigna, de la revanchista e inicua ley de memoria histórica. Que dejen de reavivar odios apagados y de reabrir heridas ya cicatrizadas. Aprendamos todos del pasado para no repetir los mismos errores», clama Joaquín, que aprovecha para aclarar que «en mi familia jamás se ha contemplado la revancha».