José María Marco

Hartazgo

La Razón
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Aquí en España vivimos en una atmósfera política particular, hecha de liberalismo y de intervencionismo casi absolutos. Tenemos todos los derechos del mundo y todos ellos tiene que garantizarlos el Estado. Somos más libres que nadie y dependemos como nunca de los demás porque a ellos les pasamos la responsabilidad de esa libertad... La tensión que se genera se resuelve con dinero: un Estado en expansión continua y una deuda galopante que –para evitar cualquier debate sobre los derechos, convertidos en tabú absoluto– traslada los costes de esa libertad radical a las generaciones futuras. Ahí está la raíz, en parte, del malestar de los jóvenes: saben que en algún momento van a tener que pagar la fiesta, pero no encuentran otra manera de decirlo si no es apostando por traspasar el coste de la suya, de su propia fiesta, a las generaciones venideras. En parte, la «regeneración» consiste en eso: quiero seguir viviendo como mis mayores, los de la «revolución» del 68...

Por eso mismo, en España resultan inconcebible rebeliones como las que está produciendo el populismo en algunas democracias liberales, en particular Francia y Estados Unidos. No son buenas, ni tendrán efectos positivos, porque no se pueden restaurar ciertas cosas. Además, los años de dictadura han vuelto a los españoles demasiado sensibles al inequívoco aroma autoritario que desprenden las figuras surgidas al calor de estos movimientos, desde Trump a los Le Pen.

Dicho esto, también hay que hacer un esfuerzo para comprender lo que ahí se está expresando, por lo menos el mismo que se hace para comprender lo que se expresa en otros populismos aún más radicales pero de signo político opuesto. No es ilegítimo defender formas sociales que se están viendo anatemizadas por quienes están seguros de tener el monopolio de la verdad. Tampoco es ilegítimo pensar que en la vida personal y social hay zonas de autonomía, y que éstas no se pueden mantener sin una sociedad que respete la diferencia de opinión. Y tampoco es inconcebible pensar, por muy inverosímil que parezca, que las personas quieren asumir sus propias responsabilidades y llegan a estar hartos de quienes quieren ejercer su libertad... a costa de ellos. Hay poca gente más peligrosa que los convencidos de que tienen a su favor el sentido de la historia. Y por cierto: que en España el hartazgo no encuentre forma política de expresarse no quiere decir que no exista.