José María Marco

Trump se hace respetar

La Razón
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Cuando Donald Trump llegó a la Casa Blanca, hace cien días, lo hizo bajo el eslogan de América Primero («America First»). Desde entonces su mandato ha tropezado con muchos accidentes, pero de lo que no cabe la menor duda es que el eslogan sigue en pie. Muy en particular en política exterior, donde el sesgo empático y universalista, tan propio de aquel estupendo monumento a sí mismo que fue la presidencia de Barack Obama, ha sido sustituido por otro en el que se afirma sin complejos la primacía del interés nacional, aunque no todo el mundo –ni mucho menos piense– que Trump lo está defendiendo correctamente.

Así es como hemos entrado en un mundo muy distinto, un mundo en el que Estados Unidos ha dejado de ser la referencia ético política del orden mundial para ser un agente más, aunque uno muy particular, claro está. La única hiperpotencia del mundo no puede rechazar las responsabilidades que le incumben. Por eso, algunos de los temores iniciales acerca de una retirada de Estados Unidos de zonas estratégicas, desde el Mar de China a Oriente Medio, no se han cumplido. Más aún, en algunos casos se ha revertido la estrategia contemplativa y de retirada propia de Obama. Frente a Corea del Norte, por ejemplo, en el que Trump ha perdido la famosa «paciencia estratégica» de su antecesor, y sobre todo ante el descaro criminal del Gobierno sirio. El bombardeo de la base siria y la famosa megabomba lanzada sobre Afganistán (con un cambio en la toma de decisiones sobre acciones tácticas, que ya no requieren la intervención de la Presidencia, como hasta aquí) han dejado bien claro que los Estados Unidos de Trump, como también dijo el candidato en campaña, iban a recuperar la voluntad de hacerse respetar.

Muchos piensan que estos gestos no forman parte de una estrategia dirigida a conseguir resultados, y son más bien un puñetazo sobre la mesa. Es posible, pero incluso así, se reconocerá que el puñetazo –económico en medios y en vidas– ha tenido repercusiones ine-quívocas. Rusia, que parecía haber cobrado un papel principal en Oriente Medio en los últimos meses, ya no las puede tener todas consigo: ni ahí ni, seguramente, en otros escenarios. Y Pekín, que tal vez se figuró que se abrían posibilidades inéditas para una continuación de la expansión de su influencia en Oriente, tendrá que tener en cuenta esa nueva disposición de Estados Unidos a ejercer la fuerza por su cuenta.

Trump, por otro lado, ha tenido que ceder, como les ocurre a todos los ocupantes de la Casa Blanca, ante la resistencia de la realidad. Así que, a pesar de alguna bravata inspirada por el éxito del nacional populismo británico, la Casa Blanca no se ha convertido en el epicentro de la lucha de clases global contra las élites, ni la Unión Europea ha pasado a ser un objetivo a batir por parte de Washington, ni está en peligro su liderazgo en la OTAN, ni la cuestión de Taiwán ha puesto en cuestión la relación con China. No hay tanta incertidumbre como en un principio se pudo suponer que habría y las alianzas fundamentales se han mantenido.

Aun así, la nueva actitud de Estados Unidos lleva a una situación inédita. No se duda, en el fondo, de la fiabilidad de Washington, pero tampoco de que convendría que los socios de Estados Unidos tomaran la iniciativa por su cuenta. Los europeos, en particular, hemos empezado a cobrar conciencia de que nuestra defensa no puede ser sólo cosa del Tío Sam. Y también –algo quizás de mayor calado– que ante los populismos estamos solos. Muy en particular si la obsesión por el crecimiento de Trump llega a buen puerto y, gracias a las desregulaciones y a la reforma fiscal, Estados Unidos vuelve a un crecimiento más intenso y Europa se vuelve a quedar atrás, incapaz de proporcionar trabajo y prosperidad a su propia población.

El «América primero», que ha llevado a Estados Unidos a empezar a retirarse de algunos acuerdos internacionales de comercio o de la primera línea del frente contra el calentamiento global, puede tener el efecto de impulsar el dinamismo de la economía norteamericana. Eso beneficiará a todos, por mucho que abra una forma de competición poco compasiva. Así que Trump, con todas sus bravuconadas, su infantilismo y su falta de experiencia, estaría invitando al mundo, y muy en particular a sus socios de las democracias desarrolladas, a una carrera por la prosperidad y el crecimiento económico. Con un poco de visión empresarial, se podría ver en estos cien días de la Presidencia de Trump la apertura de una oportunidad. Un mundo algo más inseguro, eso sí, y sin el faro que hasta ahora había sido la Norteamérica excepcionalista –la «resplandeciente ciudad en lo alto de la colina»–, pero con mayores oportunidades para quienes estén dispuestos a asumir sus responsabilidades y emprender las reformas necesarias. España, en este sentido, está particularmente bien situada.