Vacaciones

Vida escueta, río y álamos

La Razón
La RazónLa Razón

Un dilecto camarada me contó la otra tarde la historia de un amigo que había adquirido el hábito de suicidarse cada cierto tiempo. Una manía como cualquier otra, parecía explicarme. «Mal de amores», sostenía no sin sonrojo el suicida cuando se enfriaban los sofocos y jamás reconoció que lo que necesitaba más que nada era compañía. «Ya no venís a verme tan pronto como la primera vez», le espetó a mi amigo tras la decimosexta tentativa. Indican las estadísticas que son marzo y junio los meses más propensos al impulso autolesivo. Cosas de la primavera, especularán algunos. El verano es tiempo de vacaciones, una cosa distinta. Quien más y quien menos sabe rellenar las horas estivales con un variopinto muestrario de tareas y no hay tiempo ni para pensar. Si un día toca la crema solar y la loción insecticida, el otro se completa con la hinchazón del dedo gordo del pie y una charla con la familia de la sombrilla vecina. Así, hasta el día 31. Que una vez quepa el atracón de coquinas o un recorrido por el paseo no quita la visita a los suegros, o ver aquel estreno de invierno que no le gustó a casi nadie. Así sucede si uno no disfruta de hijos o de mascotas: en tal caso resulta imposible pensar en muertes. Luego hay gremios, sobre este particular luctuoso tan sensible, que muestran cifras de los suyos pensando en próximas exigencias. Últimamente hay una campaña de la Asociación Unificada de Guardias Civiles, ese género de sindicato benemérito. Llegados aquí, uno sugeriría lo legado por Virgilio en sus loas a la vida escueta, pues basta con un «río de corva pendiente y una hilera de álamos», pero, sobre todo, dejar de pensar.