Especiales

Academia de papel

El lenguaje del valor y el valor del lenguaje

Sánchez acude de forma habitual a la metáfora bélica en sus comparecencias, quizá con el oscuro propósito de sepultar una gestión nefasta

Spanish PM Sanchez gestures during a plenary session to debate on an extension of the state of emergency at Parliament in Madrid
Pedro SanchezPOOLReuters

"No tengo nada que ofrecer, salvo sangre, penalidades, sudor y lágrimas". Estas palabras las pronunció Churchill el 13 de mayo de 1940 y son inseparables de las que también dirigió a la Cámara de los Comunes el 4 de junio siguiente para presentar una guerra sin cuartel ("Nunca nos rendiremos") a los tenebrosos ejércitos nazis que por entonces completaban la conquista de la Europa continental.

Ambas piezas constituyen dos de las arengas más grandes de la Historia. Así lo cree Andrew Roberts, firmante de una colosal -por extensión y contenido- biografía sobre el personaje británico más popular del siglo XX. A la altura de la Oración fúnebre de Pericles o del alegato de Lincoln en Gettysburg, estos discursos han quedado para la posteridad no solo por la retórica magistral que contienen, ceñida a la escueta desnudez de los hechos, sino por el aval personal que atesoraba su autor para enunciarlos y por la inequívoca pertinencia del momento.

Buscando la solidaridad colectiva ante la amenaza de la pandemia, y para excusar sin duda las medidas de excepción, el presidente del Gobierno viene acudiendo de forma habitual a la metáfora bélica en sus últimas comparecencias. Lo ha hecho quizá con el oscuro propósito de sepultar, bajo la apelación al heroísmo, laresponsabilidad de una gestión nefasta. Al conmemorarse el 75º aniversario de la derrota de Hitler, ¿se justifica el lenguaje de guerra ahora que, a despecho de lo que dijo Churchill en 1940, ya no “nos falta de todo, salvo enemigos”?

Descendiente del duque de Malborough, el joven Churchill siempre se guio por la ejemplaridad de la conducta. Ninguna divisa mejor que la de "nobleza obliga". Escrupulosamente atento al juicio de ultratumba de sus ilustres antepasados y de quienes habían muerto combatiendo a su lado o a sus órdenes, labró fortuna como periodista en Cuba, la India o Sudáfrica, así como con la publicación de sus numerosos libros.

Contaba veinticinco años cuando accedió al Parlamento, pero ya había luchado contra pastunes, derviches y bóers. Se había batido contra los tatarabuelos de los talibanes actuales, había encabezado una carga de caballería en el valle del Nilo y se había fugado de una cárcel en Pretoria. Más tarde, sería ministro del Interior, de Hacienda, de la Guerra, de las Colonias, del Aire, de Armamentos y Primer Lord del Almirantazgo.

Como señala Roberts, toda su vida fue una constante preparación para el cargo de primer ministro, que ejerció "en la hora más exigente y peligrosa de la civilización". Paradójico concepto de predestinación el suyo: fue descubriendo en las estrellas su destino a medida que lo iba modelando sobre la tierra.

Autodidacta dotado de una prodigiosa memoria, Churchill devoró a los clásicos grecolatinos, memorizó a Shakespeare y quedó fascinado por Gibbon. Sin estudios universitarios, no obtuvo más doctorados que los honoris causa, pero alcanzó merecidamente el Nobel de Literatura en 1953. Llevó al efecto el principio de que en política el error se redime con el sacrificio. Tras su fracaso como planificador del desastre de los Dardanelos, pasó a servir como oficial de granaderos. Al cambiar el Ministerio por la trinchera, observó cómo desde el barro los gobernantes asemejan "mandarines de alguna remota provincia china".

Es probable que nunca olvidara nada y, sin embargo, siempre quiso aprenderlo todo. En la Primera Guerra Mundial adivinó el poderío futuro de los tanques y remozó la Armada con vistas a la Segunda. Tembló antes que nadie con las posibilidades que brindarían los ingenios atómicos.

Consideró, al igual que Keynes, que "un triste caso de idiocia múltiple" como el Tratado de Versalles provocaría un nuevo enfrentamiento. Y, sobre todo, demostró más coraje cuando estaba al raso, sin cargos. Contrario a la pusilánime política del apaciguamiento con Hitler, lloró al ser elegido primer ministro. No lo hizo como muestra de pueril vanidad, sino consciente de la ciclópea tarea para la que se le escogía.

Magnánimo para integrar a los adversarios en su Gobierno (desde laboristas hasta pacificadores, incluido Chamberlain), tuvo la grandeza de pasar página de lo más reciente. "Si iniciamos una disputa entre el pasado y el presente, terminaremos por descubrir que hemos perdido el futuro", zanjará en la BBC al comienzo de la Batalla de Inglaterra.

Desde ese momento pudo exhibir todas las prendas que adornan al líder: experiencia, entrega, convicción, sinceridad, capacidad para obtener lo mejor del colectivo, empatía y compasión. Sensible y propenso al llanto, no se avergonzaba de llorar en público. Con frecuencia infrecuente en un aristócrata británico, enjugó las lágrimas tras su primera escaramuza guerrera, ante la contemplación de un escenario histórico o en cada muestra de dolor ajeno o de afecto a su persona.

Visitó muchos hospitales y barrios destruidos mientras “ese hombre (...) surgido del odio y la derrota” bajaba deliberadamente las cortinillas de su Mercedes Benz para no ver los efectos de los bombardeos. Hitler no pisó nunca ninguno de sus campos de concentración y exterminio. El genocida siempre vuelve la vista.

Bajo las bombas nazis Churchill pidió a sus ministros que en su entorno más íntimo no ocultaran la gravedad de los acontecimientos... ni su confianza en la victoria. Tenía profunda conciencia del valor del lenguaje. No podía bautizar a una operación militar de cualquier forma: una viuda o una madre no deberían tener que decir que perdieron a un marido o a un hijo en una acción llamada “Conejito cariñoso”. Ganó la guerra ateniéndose a su “programa original” de “sangre, penalidades, sudor y lágrimas”. Se resume en dos principios: decir la verdad y confiar en la gente. Hoy siguen siendo aplicables, mucho más que hablar de una guerra que solo se ha visto en películas.

Álvaro de Diego González es profesor y miembro de la Academia de P@pel, grupo de pensamiento y de análisis sobre comunicación de la Universidad UDIMA