Crítica de cine

«Amor»: Haneke y la ternura

Dirección y guión: Michael Haneke. Intérpretes: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, Alexandre Tharaud. Francia/Alemania/Austria, 2012 Duración: 127 min. Drama.

«Amor»: Haneke y la ternura
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¿Que el más cruel y manipulador de los cineastas ha relajado la dureza de sus estrategias para llegar al gran público? Sus detractores aseguran que la transformación es menos fiera de lo que la pintan, que Haneke sigue utilizando sus mabusianas artimañas para controlar la voluntad del espectador y, lo que es peor, lo hace al servicio de una historia que cualquier visitante de geriátrico se conoce a pies juntillas, que cualquier ser humano ha vivido de cerca en un familiar o amigo. Se le acusa, también, de aislar a sus personajes, permitiéndoles el privilegio de haber experimentado los placeres políticamente correctos de la burguesía, ajenos a todo contexto sociopolítico. Como si filmar la muerte trabajando fuera tarea fácil. Como si la clase a la que pertenecemos nos librara de sus efectos. Como si su erosión no nos convirtiera en súbitos anacoretas. Como si Anne y Georges no fueran, en su educado «milieu», los monstruos que han creado un entorno frío y herméticamente cerrado, en el que el solipsismo del amor acaba conduciendo a la complicidad absoluta en los abismos del otro.

La precisión clínica de los encuadres de Haneke asfixia el periplo de la enfermedad degenerativa de Anne y el vínculo sufriente de marido/cuidador de Georges. Haneke los va arrinconando, va convirtiendo este encierro casi polanskiano en la crónica de un invasor implacable que va ganando terreno. Nos ahorramos la excursión al hospital, pero no la silla de ruedas, las enfermeras eficazmente distantes, las duchas infernales, la pérdida del habla, el ruido sordo del dolor, la desesperación que cristaliza en una bofetada ino-portuna. Lo que genera adhesión o rechazo es la franqueza, la desnudez con que se nos retrata ese proceso; lo que sorprende es que el conjunto exude una ternura insólita en el cineasta austriaco, que ha firmado con «Amor» su primera película triste. Lo que quiere decir la menos teórica, la menos brechtiana, la menos temerosa de tocar la piel del espectador sin reproches de por medio.

La imbatible honestidad de Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant al afrontar el reto heroico de dejarse filmar por un Haneke que los transforma en ásperas reencarnaciones de un tiempo que no perdona justifica por sí sola la visión de la película. Sin embargo, el gran hallazgo de «Amor» es que, después de todo, cuenta la historia de dos personas que creen que lo que sienten el uno por el otro es, claro, el fin de todas las cosas. La piedad, el sacrificio, la generosidad hacen que un acto atroz sea, en el fondo, un modo de resistirse a la implacable tiranía de la muerte, un último beso para vencer la impotencia que produce el mundo cuando cierra los ojos.