Es tu aeropuerto, el muelle de espera para cruzar los mares, un andén desde el que subirte a trenes que nunca pasan de largo, el acceso a la autopista que te llevará a miles de sitios o la estación espacial de la que partir hacia nuevos mundos… Y todo esto, por increíble que parezca, lo puedes tener en el mismo lugar: un cine. Desde chico, y gracias a mi padre, aprendí a amar el cine y a los cines. Desarrollé tal pasión que, con las piezas del Exin Castillos y las carteleras que recortaba de los periódicos, jugaba a construir cines donde yo programaba las películas. Los he conocido de todos los tamaños y formas, con mejores y peores proyecciones, con sonido magistral en unos, correcto en otros y a veces con sistemas y operarios capaces de despertar mi instinto asesino. Ir a un cine es una experiencia singular, cuya magia de vivir otras vidas que no son la propia comienza cuando las luces se apagan. La putada es que debido a la pandemia hay demasiadas marquesinas apagadas. Si los cines ya venían sufriendo las cornadas de la piratería y las plataformas de «streaming», el virus los ha dejado muy tocados y casi hundidos. Confieso que mi vida son cines repartidos por todo el mundo, empezando por el Teatro Garnelo de mi Montilla natal. Lucano, Isabel la Católica, Alcázar o el Cabrera Vistarama con su pantalla curva, todos ellos en Córdoba. Los cines Avenida de Sevilla o los América junto a la estación de Málaga; qué bien me vinieron sus proyecciones que comenzaban a las 12 del mediodía, cada vez que esperaba los trenes que me llevaban a Córdoba o Madrid, donde me esperaba el grandioso Palafox (digna y maravillosamente recuperado no hace mucho). He practicado mi ritual en cines de Barcelona, Almería, Palma de Mallorca o Écija. Mi añorado Alfil en Marbella o el de Puerto Banús con sus sillones de bambú. El impresionante Empire o el Odeon de Leicester Square de Londres, donde vi por primera vez a los Simpson cuando eran un germen de lo que son ahora. La experiencia de meterte en «The Rocky Horror Show» la gocé en un cine de Liverpool. El Loews, frente al Linconl Center de Nueva York, sigue teniendo los vestíbulos más bonitos del planeta. Los AMC de la Milla Milagro en Chicago, con butacas del tamaño de un sofá cama y mi admirado Dome de Sunset Boulevard, uno de los dos únicos Cinerama que siguen proyectando en el mundo. En todos he sentido cientos de historias y comprobado que nada se compara a ver una película en la pantalla de un cine. Lo saben bien Tarantino, dueño del coqueto New Beverly de Los Angeles o mi querido Joaquín Fuentes, quien sigue abriendo cines en pequeños pueblos de España. Va por ellos, los exhibidores y todo el personal que hace posible la magia. Muchos de estos cines ya no existen, otros aguantan como pueden y todos han sido y son mi casa.