Tribuna

¿Qué hacemos con tantas lenguas?

El catedrático Antonio Benítez Burraco reflexiona sobre el posible uso de distintas lenguas en el Congreso de los Diputados

Diccionario de la lengua española / RAE
Diccionario de la lengua española / RAElarazon

“Toda la tierra hablaba una misma lengua con las mismas palabras. Al emigrar los hombres desde oriente, encontraron una llanura en la tierra de Senaar y se establecieron allí. Se dijeron unos a otros: «Vamos a preparar ladrillos y a cocerlos al fuego». Y emplearon ladrillos en vez de piedras, y alquitrán en vez de argamasa. Después dijeron: «Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance el cielo, para hacernos un nombre, no sea que nos dispersemos por la superficie de la tierra». El Señor bajó a ver la ciudad y la torre que estaban construyendo los hombres. Y el Señor dijo: «Puesto que son un solo pueblo con una sola lengua y esto no es más que el comienzo de su actividad, ahora nada de lo que decidan hacer les resultará imposible. Bajemos, pues, y confundamos allí su lengua, de modo que ninguno entienda la lengua del prójimo». El Señor los dispersó de allí por la superficie de la tierra y cesaron de construir la ciudad. Por eso se llama Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra, y desde allí los dispersó el Señor por la superficie de la tierra.

Este relato mítico del origen de la diversidad lingüística, tal como puede encontrarse en el Libro del Génesis, resulta extraño a nuestra mentalidad actual. Y no tanto por las causas que aduce para explicar la existencia de los miles de lenguas que usamos los seres humanos, sino por la valoración tan negativa que hace de dicha diversidad: un castigo por la soberbia de los hombres, que los condena a no poder entenderse entre sí y que los priva, de este modo, de la posibilidad de culminar con éxito cualquier objetivo que se propongan. Hoy en día, la preservación de todas esas lenguas nos parece algo natural y es un objetivo central para cualquier política cultural que se precie. En muchos países (y el nuestro es un claro ejemplo), las lenguas minoritarias son objeto de especiales cuidados, hasta el punto de que gastamos bastante dinero en todo tipo de estrategias destinadas a promocionar su uso, aumentar su difusión y evitar su desaparición, como pueden ser su uso vehicular en la escuela, la traducción de obras maestras de la literatura universal a dichas lenguas, su empleo en la radio y en la televisión, o su promoción como un bien cultural a la par de la gastronomía o de la arquitectura locales.

Vista del hemiciclo del Congreso de los Diputados, este viernes. El plazo del Congreso para presentar los grupos parlamentarios de la XV Legislatura acaba hoy, y la cesión de diputados del PSOE y Sumar a ERC y Junts podría ser uno de los primeros guiños a las formaciones independentistas con las que Pedro Sánchez quiere negociar el apoyo a su investidura si fracasa la del líder del PP, Alberto Núñez Feijóo.
Vista del hemiciclo del Congreso de los Diputados, este viernes. El plazo del Congreso para presentar los grupos parlamentarios de la XV Legislatura acaba hoy, y la cesión de diputados del PSOE y Sumar a ERC y Junts podría ser uno de los primeros guiños a las formaciones independentistas con las que Pedro Sánchez quiere negociar el apoyo a su investidura si fracasa la del líder del PP, Alberto Núñez Feijóo. Fernando AlvaradoAgencia EFE

En estos momentos se está planteando, incluso, la posibilidad de que algunas de estas lenguas puedan utilizarse en el Congreso de los Diputados o que su estudio forme parte de la oferta académica de universidades localizadas fuera de los territorios donde se hablan. La idea de este artículo es reflexionar, del modo más objetivo y desapasionado posible, sobre las ventajas y desventajas (porque también las tiene) de la existencia de tantas lenguas diferentes, partiendo de lo que las ciencias del lenguaje han averiguado hasta la fecha sobre las causas de la diversidad lingüística. El objetivo último (ingenuo, seguramente) es que estos argumentos formen parte del debate actual acerca del tipo de políticas lingüísticas que demanda nuestro país, en este caso, en relación con las lenguas minoritarias.

Es ya tradicional en el campo de la Lingüística comparar a las lenguas con los organismos vivos. Como ellos, las lenguas nacen, se difunden, viven un momento más o menos prolongado de esplendor y terminan desapareciendo, en muchos casos dejando una descendencia más o menos nutrida. El latín es un ejemplo. Seguimos leyéndolo y traduciéndolo, si bien nadie lo habla ya, aunque sí hablamos, en cambio, muchas lenguas que descienden de él: español, francés, catalán, rumano… Otras lenguas no han tenido tanta suerte. Nadie lee o traduce el godo, salvo un puñado de especialistas. Y hoy no se habla ninguna lengua que derive del godo. Pero al menos, conservamos unas pocas muestras de cómo fue (una traducción de los Evangelios del siglo V, por ejemplo). Un final aún más triste han tenido todas las lenguas que se hablaron antes de la invención de la escritura, de las que no queda rastro alguno. Si el destino último de las lenguas es desaparecer, ¿qué sentido tiene esforzarse por evitar que eso ocurra? ¿Nos beneficiaría en algo que aún existiesen hablantes de godo? ¿Merece la pena gastar tiempo y dinero en preservar el ainu, una lengua moribunda hablada por apenas dos mil personas en la isla de Hokkaido, en Japón? Sin duda, hay una clara diferencia con el caso del español, el inglés o el mandarín. Estas lenguas cuentan con millones de hablantes y son muchos millones también los que desean aprenderlas, no solo para comunicarse más eficazmente con los nativos, sino para acceder de manera más directa a unas culturas pujantes, cuyos productos ya consumen masivamente en forma de cine, literatura, gastronomía o moda. El defensor de la diversidad lingüística nos dirá que cuando una lengua muere, todos nos volvemos un poco más pobres en el plano cultural, como cuando se destruye un monumento antiguo o un cuadro famoso se quema en un incendio. Y que si bien es absurdo pretender que todos conozcamos todas las lenguas del mundo, deberíamos crear, al menos, las condiciones adecuadas para que sus hablantes nativos pudieran seguir usándolas. Ello debería bastar para evitar la desaparición del ainu.. o del vasco.

¿Merece la pena gastar tiempo y dinero en preservar el ainu, una lengua moribunda hablada por apenas dos mil personas en la isla de Hokkaido, en Japón?

No hay nada que objetar a lo anterior. Es más, cuando una lengua desaparece, se pierde también parte del material que los lingüistas emplean para entender cómo están hechas las lenguas en general, y en último término, qué es el lenguaje, de modo que se empobrece también nuestra comprensión de qué significa ser humano. Es parecido a lo que les sucede a los biólogos cuando se extinguen las especies animales: si los marsupiales hubiesen desaparecido de Australia antes de nuestra llegada a ese continente, nadie habría acertado a imaginar que algunos mamíferos pueden alumbrar a sus crías a mitad del desarrollo y hacer que lo completen fuera del útero materno. Nuestra comprensión de la vida como fenómeno natural sería, efectivamente, más pobre. Desde una perspectiva más utilitaria, la pérdida de diversidad biológica constituye un indicio de que nuestro entorno se está degradando y volviendo más hostil a esa vida (por ejemplo, porque se está contaminando). ¿De qué sería una señal, entonces, la pérdida de diversidad lingüística? Sin duda, de que nuestra riqueza cultural está menguando. Claro que igual deberíamos preguntarnos si es algo que nos preocupa verdaderamente. Basta considerar lo que comemos, la música que escuchamos o las tiendas en las que compramos, para darnos cuenta de que cada vez menos gente sigue cocinando platos tradicionales, cantando canciones folclóricas o nutriéndose de artículos locales. ¿No resulta un poco contradictorio que nos declaremos preocupados por la pérdida de la diversidad lingüística cuando al mismo tiempo la mayoría hemos optado por consumir habitualmente comida internacional precocinada, bailar al ritmo de la música anglosajona y adquirir casi todo lo que necesitamos en franquicias internacionales?

Por lo demás, cierta defensa de la diversidad lingüística se nutre de lo que no son sino mitos o exageraciones acerca de algunos hechos relacionados con las lenguas, los cuales es preciso examinar críticamente si queremos volver realmente productiva la discusión acerca de la necesidad de preservar las lenguas actuales. Por ejemplo, se aduce que ser bilingüe o plurilingüe constituye una ventaja. ¿Pero de qué tipo exactamente? Se supone que de muchos tipos. Hay quien afirma que usar habitualmente varias lenguas aumenta la reserva cognitiva, es decir, retrasa la aparición de procesos degenerativos como la demencia. Pero en realidad, el mismo efecto tiene cualquier otro tipo de estimulación cerebral, como jugar al ajedrez o hacer sudokus. Se suele oír también frecuentemente que hablar varias lenguas confiere una visión “más rica” de la realidad.

Así, por poner el caso, si uno habla una lengua que distingue varios tipos de pasado en el sistema verbal (lo sucedido hoy, lo ocurrido hace poco, lo que aconteció hace mucho, etc.), tendría una sensibilidad mayor hacia el transcurso del tiempo o la organización de la información pretérita en la memoria. Del mismo modo, si uno habla portugués, sentiría con más intensidad esa mezcla de deseo y añoranza que todos hemos experimentado alguna vez por lo que hemos perdido o por lo que nunca hemos tenido (o incluso, por lo que no existe, pero debería existir), por la sencilla razón de que en esa lengua existe una palabra para ese sentimiento: saudade. Si lo que se está sugiriendo realmente es que cuando empleamos lenguas diferentes vemos el mundo de forma distinta en sentido literal o lo entendemos de una forma diferente, eso no es cierto: el efecto de las lenguas sobre la percepción y el procesamiento de la información a nivel cerebral es mínimo.

Todos experimentamos la realidad y la conceptualizamos de forma muy parecida. De hecho, y es justo lo que hemos hecho antes al definir saudade usando palabras del español, cualquier idea se puede expresar en cualquier lengua de una manera eficaz, aunque la lengua no tenga palabras específicas para ella (esa supuesta intraducibilidad de las lenguas es, por cierto, otro de los mitos más arraigados acerca de la multiplicidad de las lenguas). Es verdad que las lenguas son una especie de acervo o depósito de todo aquello que es importante para una determinada cultura (de ahí esa especie de aforismo que afirma que cuando una lengua muere, una cultura muere también en parte), de modo que suelen tener palabras (o incorporar a su gramática, incluso) aquellos aspectos de su entorno que son importantes para quienes las hablan. La razón es obvia: si tengo que aludir constantemente a un determinado objeto o a cierto concepto, es más cómodo hacerlo mediante una palabra única, en lugar de tener que describirlo o explicarlo cada vez que necesite mencionarlo. Ahora bien, no confundamos comodidad con precisión. Una paráfrasis puede ser igual de informativa que una palabra (el caso anterior de saudade lo demuestra)… o incluso más, precisamente por la mayor dependencia cultural o contextual de estas últimas. Así, un extranjero que sepa español, incluso si ha memorizado el significado (literal) de todas las palabras del diccionario, será incapaz de entender qué quiere decir la frase hecha “a otro perro con ese hueso”, pero será capaz de comprender su significado si lee una paráfrasis semejante a la que hicimos de saudade. De igual modo, es casi seguro que identificaré mejor a una persona desconocida si mi interlocutor, en lugar de llamarla “Manolo”, se refiere a ella como “el peluquero que tiene su establecimiento junto al parque y al que voy todos los meses a cortarme el pelo”. No minimicemos tampoco el valor de acervo cultural que pueden tener el vocabulario y la gramática de las lenguas. Sucede, a veces, que el estudio de la lengua hablada por un grupo humano que habita un lugar remoto permite descubrir especies de animales o de plantas desconocidas para la ciencia, precisamente porque esa lengua cuenta con palabras para ellas. Pero es evidente que tal descubrimiento se habría producido más tarde o más temprano (a fin de cuentas, hay miles de especies de insectos para los que ninguna lengua tiene términos específicos). En último extremo, una persona bilingüe sin estudios puede “ver la realidad” de una manera mucho más pobre que un monolingüe con amplias lecturas. No son las lenguas las que amplían nuestro horizonte cultural o vital, sino nuestra capacidad de sentir curiosidad por nuestro entorno y nuestro esfuerzo por comprenderlo.

Hasta aquí algunos de los supuestos beneficios de preservar la diversidad lingüística. En lo anterior, hemos dejado al margen la cuestión, nada baladí, de que también los hablantes monolingües usan diversas variedades lingüísticas, solo que, en lugar de tratarse de lenguas, consisten en dialectos (o variedades regionales), estilos de habla (variedades definidas por el contexto en que se emplea la lengua) o registros (el habla propia de una actividad o una profesión). En términos de posibles beneficios cognitivos o valor como acervo cultural, no hay ninguna diferencia real entre tales variedades (consideradas, en cierto modo, como de segunda clase, cuando se discute acerca de la diversidad lingüística) y las lenguas (que siempre son el objeto de atención preferente). Por ejemplo, también los diferentes dialectos del español cuentan con palabras idiosincrásicas que hacen referencia a aspectos culturales específicos de los lugares donde se hablan. ¿Y los perjuicios? ¿Es que no tiene ninguna desventaja el hecho de que cada grupo humano se exprese de una manera diferente a la de sus vecinos, hasta el punto de que no puedan entenderse entre sí? Claro que hay desventajas en ello y pueden ser muchas y diversas. El autor anónimo del Génesis parecía ser bastante consciente de la principal de todas: las dificultades para hacerse entender. Las lenguas son, por definición, códigos lingüísticos mutuamente ininteligibles. Cuando un coreano y un español tratan de comunicarse, les resulta imposible, precisamente porque hablan lenguas distintas. Para tratar de remediarlo pueden recurrir a los gestos (que suelen ser mucho más parecidos ente las diferentes culturas, pero cuya capacidad expresiva es sustancialmente inferior a la del habla), pueden aprender sus respectivas lenguas (pero eso lleva su tiempo, de modo que mientras lo consiguen, la comunicación entre ambos seguiría siendo bastante limitada), o pueden usar una lengua común, como el inglés, que mucha gente conoce… lo que sugiere que, en realidad, y pensando en términos puramente utilitarios, las cosas serían mucho más fáciles si todos hablásemos una única lengua. Por no hablar de los costes económicos: mantener la diversidad lingüística cuesta ingentes cantidades de dinero, que sufragan traducciones de todo tipo, cursos de aprendizaje de idiomas, rotulaciones en múltiples lenguas y un largo etcétera de actuaciones diversas destinadas a asegurar la presencia de las distintas lenguas en el espacio público (utilidad del español como lengua franca y menor coste económico del monolingüismo son, por cierto, dos de las razones principales que aducen quienes se oponen al uso de las lenguas minoritarias en el Congreso). Pero añadamos a la anterior otra desventaja importante, sobre la que el autor del Génesis pasa de puntillas. Como ya se ha comentado, la lengua es uno de los principales factores que definen nuestra identidad cultural. Junto con la forma de vestir y de comer, ciertas prácticas e instituciones culturales y religiosas, y una idea de parentesco biológico, constituye uno de los vínculos cohesivos más importantes de los grupos humanos, en particular, de eso que llamamos “etnicidad”. La razón es que es un rasgo identificador conspicuo (rápidamente nos damos cuenta de si otra persona habla o no nuestra lengua: basta con que empiece a emitir sonidos), constituye un vínculo significativo con el pasado cultural (en ella se expresaron nuestros ancestros) y representa una barrera frente a otros grupos culturales (el que habla como yo, ese es de mi tribu, clan, nacionalidad o nación). Una prueba es que, en casi cualquier conflicto, la lengua está involucrada de una manera u otra. La actual guerra en Ucrania tiene su derivada lingüística, en forma de eliminación del ruso de los territorios controlados por Ucrania y viceversa; los movimientos independentistas en nuestro país constituyen otro claro ejemplo. Esta intuición (que deviene certeza cuando se estudia la historia humana) de que las diferencias lingüísticas contribuyen a avivar y a mantener encendidos todo tipo de conflictos entre las personas explica, en buena medida, los intentos por crear y difundir una lengua universal (obviamente, tales lenguas también pretenden facilitar la comunicación, entre otras razones porque se diseñan para que sean más fáciles de aprender y de usar que las lenguas naturales). El esperanto es un claro ejemplo de lo anterior: surgido entre los movimientos internacionalistas europeos, alcanzó su mayor difusión justo antes de que la I Guerra Mundial volviese a recrudecer los conflictos identitarios en Europa… y la vuelta (¡muy emocional!) a las lenguas nacionales.

Por lo demás, es importante tener presente que, hasta hace bien poco, todas estas cuestiones relacionadas con la diversidad de las lenguas se han tratado de un modo puramente impresionista, a partir de unos pocos casos puntuales; o en el peor de los escenarios, de una manera sesgada, discutiendo ejemplos escogidos ad hoc, casi siempre por razones ideológicas. Afortunadamente, empieza a no ser así. Poco a poco, se están comenzando a realizar estudios de índole cuantitativa, comparando muchas lenguas, épocas históricas y sociedades ente sí, con objeto de determinar qué factores dan cuenta realmente de la pérdida de diversidad lingüística. Identificar con precisión dichos factores es el primer paso para tratar de revertir su efecto, de modo que podamos preservar el mayor número posible de lenguas. Por desgracia, y como ilustra el caso de las lenguas minoritarias en España, el debate sobre estos asuntos fuera del ámbito académico sigue adoleciendo de todos los problemas señalados anteriormente, con el agravante de que suele responder más a intereses políticos y económicos, que a los de índole cultural. ¿Qué están revelando, entonces, estos nuevos estudios? Quizás algo bastante diferente a lo esperado o incluso, a lo que nos gustaría encontrar. En un interesante trabajo publicado el pasado año, los investigadores encontraron que los dos predictores más exactos de la pérdida de diversidad lingüística eran el número de kilómetros de carreteras y los años de escolarización. Dicho de otro modo, cuanto menos aisladas están las personas física y culturalmente, menor es el número de lenguas que se hablan en un determinado territorio. La explicación es sencilla. Cuando la gente vive geográficamente aislada o cuando no interactúa con personas de otras culturas (y la educación es una manera de lograrlo, tan buena o más que viajar), las lenguas que hablan van cambiando progresivamente sin que tales diferencias se atenúen. Además, seguirán usándose, al no haber incentivo alguno para aprender la lengua de otra comunidad. Es el contacto y la mezcla con hablantes de otras lenguas lo que atenúa las diferencias entre ellas, hasta el punto de que dos o más lenguas pueden fusionarse en una sola (por ejemplo, mediante procesos de préstamo), o lo que puede animar a abandonar la lengua propia y adoptar la de un grupo cultural, política o económicamente más pujante. Por consiguiente, debemos esperar que la diversidad lingüística fuese mucho mayor en el pasado que en la actualidad, por ser entonces las comunicaciones más difíciles y la alfabetización, casi inexistente. Y así es: se hablaban más lenguas (y las actuales lenguas minoritarias tenían, en proporción, más hablantes) en la Europa medieval que en la del siglo XXI. Es posible, incluso, que la diversidad lingüística alcanzase su cénit al final del Paleolítico, cuando las personas vivían en pequeñas bandas sin apenas contacto con otros grupos humanos. La pregunta es: ¿estamos dispuestos a vivir de ese modo para recuperar la diversidad lingüística del pasado?

Otro interesante estudio cuantitativo de esta índole, publicado este mismo año, viene a corroborar la necesidad de reexaminar muchas de nuestras ideas, la mayoría preconcebidas, acerca de esta cuestión de la diversidad lingüística. En contra de lo que muchos pudiéramos pensar, los estados-nación modernos, surgidos tras los convulsos cambios políticos, sociales y económicos acecidos tras la desaparición del Antiguo Régimen, han sido, en general, extremadamente agresivos con la diversidad lingüística. Un ejemplo notable es Francia. Desde la Revolución de 1789, se viene presentando a este país como el paradigma de estado moderno progresista, con su defensa de la separación de poderes, el laicismo o la república como forma de organización política. Sin embargo, hoy en día, la presencia de lenguas minoritarias en Francia (los llamados patois) es puramente testimonial, a pesar de que hace solo tres siglos, la mayoría de los franceses no tenía el francés como lengua materna. Por el contrario, ha sido en los territorios ocupados por imperios como el austrohúngaro, conocido en el siglo XIX como “la cárcel de los pueblos”, donde se ha preservado buena parte de la actual diversidad lingüística europea. Pues bien, el estudio al que hacíamos referencia sugiere que son las naciones que comparten un mismo sustrato lingüístico (y también religioso) las que más han avanzado hacia formas de gobierno democráticas.

Una forma de interpretar lo anterior es que la consecución de sociedades más igualitarias puede requerir, por razones puramente prácticas (en esencia, poder conectar entre sí a un gran número de personas de orígenes culturales diferentes), el uso de lenguas francas en detrimento de las vernáculas, las cuales suelen acabar viendo reforzado, de este modo, su valor identitario. ¿Son imposibles, entonces, los estados modernos y democráticos plurilingües? En absoluto. Un buen ejemplo es Suiza. Claro que este tipo de estados exige que las diferentes lenguas que se hablan dentro de sus fronteras convivan sin demasiada discordia, lo cual no es tan sencillo de lograr (España sería un ejemplo de esto último). Hay un par de razones para ello. Por un lado, en muchos lugares la defensa de las lenguas minoritarias se patrimonializa por parte de grupos nacionalistas, que, en realidad, aspiran a conseguir su propio estado-nación (o un control mayor sobre la economía y la política del territorio en que se habla la lengua), como sucede en nuestro país. En realidad, esta identificación entre lengua, pueblo y estado es profundamente reaccionaria y hunde sus raíces en la filosofía romántica del siglo XIX (Alemania es el estado de los alemanes, que son quienes hablan alemán). Pero incluso en ausencia de estas tensiones nacionalistas, la convivencia armónica entre las diferentes lenguas solo es posible cuando se da una situación de diglosia, lo que significa que hay un consenso (no necesariamente escrito) acerca de cómo se van a repartir dos lenguas las distintas funciones que han de satisfacer y los diferentes espacios sociales (una, por ejemplo, se usará en casa y con los amigos para hablar informalmente, mientras que la otra se empleará en el Parlamento para tratar sobre la economía del país). Esto es lo que pasa en Suiza en buena medida.

En África existe poliglosia: dado el notable grado de multilingüismo que caracteriza a muchas áreas del continente, son varias las lenguas que se reparten los diferentes dominios de uso. Sin embargo, es casi inevitable que no se alcance un equilibrio perfecto y duradero entre las lenguas implicadas, en esencia, porque cualquier sociedad está sujeta a un proceso permanente de cambio. Por ejemplo, si una de las lenguas se habla en otros países (como ocurre con el alemán estándar en el caso de Suiza), puede llegar a cundir la sensación de que resulta más útil conocerla, de manera que, con el tiempo, la lengua con menor proyección en el espacio público irá perdiendo terreno, hablándose cada vez menos. Este problema se ha vuelto particularmente acuciante en un mundo como el actual, en el que la identidad individual depende cada vez en menor medida de factores étnicos (ahora nos importa más el género o los intereses compartidos) y en el que los parámetros que definen la etnicidad se han ido reduciendo progresivamente (en gran parte Europa ya no es la religión, por ejemplo). Como señalamos anteriormente, la lengua está íntimamente ligada a ese sentimiento étnico, de modo que una solución para potenciar el uso de las lenguas minoritarias ha sido potenciar los sentimientos étnicos, lo que el peor de los casos suele desembocar en actitudes excluyentes. Otro factor que actúa negativamente sobre las situaciones de diglosia es la creciente movilidad geográfica y social, que hace que resulte cada vez más beneficioso dominar alguna lengua mayoritaria. Para revertir este estado de cosas se han implementado todo tipo de medidas destinadas a asegurar el uso de la lengua más débil, entre las que se encuentran, como ya indicamos, los programas de inmersión en la escuela (usar solo la lengua minoritaria para la instrucción formal de los alumnos) o su promoción como lengua vehicular en los medido de comunicación o la administración (que los funcionarios solo usen dicha lengua). Estas medidas nos son muy familiares, porque son las que se vienen aplicando desde hace décadas en lugares como el País Vasco o Cataluña. En casos extremos (y es algo defendido por algunos lingüistas para nuestro propio país) se puede plantear excluir la lengua mayoritaria de la totalidad del espacio público. Hasta qué punto este tipo de medidas son lenitivas (ayudan a corregir una situación indeseable) o coercitivas (imponen el proyecto de una minoría a los intereses y deseos de la mayoría) es algo que la opinión pública necesita discutir con una calma a la que es ajena el debate político actual y desde luego, con un conocimiento de causa que es ajeno a la mayoría (de ahí este artículo). En último término, emplear o no una lengua es fundamentalmente un asunto emocional (me identifico o no me identifico con ella), por lo que la mejor manera de preservar cualquier lengua en peligro de desaparición es favorecer actitudes positivas hacia ella y hacia su uso. Ahora bien, es igual de necesario discutir con calma la proporcionalidad de las medidas planteadas con tal fin, que pueden ir desde subrayar los aspectos puramente utilitarios (conocer la lengua vernácula es una forma de garantizar la continuidad con la tradición cultural propia) hasta caer en actitudes claramente xenófobas (solo podrás vivir aquí si hablas la lengua local). Y por supuesto, no podemos excluir del debate las razones mucho menos idealistas que suelen esconder estas políticas lingüísticas, por ejemplo, una suerte de proteccionismo económico (si no conoces mi lengua, no puedes trabajar aquí, con lo que los puestos de trabajo se quedan para los locales).

En suma, la preservación de la diversidad lingüística, puesto que demanda políticas a largo plazo, involucra a muchas personas y exige ingentes recursos económicos, es una cuestión que debería ser objeto de una reflexión rigurosa y ponderada. Por un lado, ha llegado el momento de escuchar también a los especialistas en el tema: los lingüistas. Por otro, es preciso acabar con lo que ha venido siendo hasta el momento: un diálogo de sordos entre defensores y detractores del plurilingüismo (en el mejor de los casos) o un motivo de confrontación política permanente (en el peor de ellos). Como cualquier otro aspecto de nuestras sociedades, preservar las lenguas que se hablan en ellas (o al menos, evitar que muchas desaparezcan) tiene sus ventajas y sus inconvenientes, sus costes y sus beneficios. Hay que huir de un infantilismo utópico y acercarse, en cambio, a un pragmatismo razonable. El símil con la diversidad biológica vuelve a ser muy ilustrativo. Si nos preguntan al respecto, todos responderíamos que nos preocupa enormemente la desaparición acelerada de animales y plantas, y que creemos que algo así es perjudicial para nuestra especie y para el planeta en general. ¿Pero estamos dispuestos realmente a pagar el precio necesario para preservar dicha diversidad? Algo así exige cambiar radicalmente nuestro modo de vida: no seguir urbanizando el entorno indiscriminadamente, abandonar los combustibles fósiles, minimizar el consumo de materias primas… ¿Somos de verdad capaces de renunciar a viajar en avión dos o tres veces al año, tener coche propio y chalet en la playa, o poder consumir plátanos o melones en cualquier época del año? Lo mismo vale para la diversidad de las lenguas. En un momento dado, a lo mejor hay que aceptar que cierta pérdida de diversidad lingüística es inevitable, especialmente si el resultado son mejores condiciones de vida para las personas y entornos más igualitarios y democráticos. Las lenguas no deben ser fines en sí mismas, sino instrumentos para la consecución de sociedades más justas. Por encima del bienestar de las lenguas, está el de las personas que las hablan. Si no logramos encontrar una buena solución a este problema (que quiere decir, sobre todo, una solución menos emocional y más racional), a lo mejor va a acabar siendo necesario que en este asunto del plurilingüismo procedamos como con otros aspectos de la diversidad cultural, en particular, con las diferentes religiones que profesamos: convertirlas en un asunto privado, de modo que cada cual hable en su casa la lengua que le apetezca, pero que todos hablemos en la plaza pública una sola lengua (y da igual cuál sea: el esperanto vale). De este modo, siendo un solo pueblo con una sola lengua (al menos, de puertas para afuera), podamos lograr eso que el Dios del Génesis temía, que nada de lo que decidamos hacer nos resulte imposible.

Dr. Antonio Benítez Burraco es Catedrático de Lingüística General del Departamento de Lengua Española, Lingüística y Teoría de la Literatura de la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla