Salud
Ese vago clamor
Se acercan el Día de Todos los Santos y el de Difuntos, convertidos hoy por la frivolidad reinante en esa estupidez colectiva a la que llaman Halloween. Eran, cuando yo fui niño, ocasión propicia al recogimiento, a las veladas familiares alrededor de una mesa de camilla albardada con huesos de santo y buñuelos de viento o de lo que se terciase y a los sustos suministrados por una calabaza hueca con boca rasgada, órbitas vacías y una vela de luz temblona en su cavidad. Pero no es ése el tema de esta columna. Su título es el comienzo de la elegía compuesta por un joven y desconocido poeta que se llamaba Zorrilla y que con ella, declamándola en un cementerio de Madrid mientras el féretro de Larra descendía en su fosa, se dio a conocer el futuro autor del Tenorio. Yo la aprendí de memoria en el colegio. Por aquel entonces aún se daba cuartelillo a la literatura en el bachillerato. «Ese vago clamor que rasga el viento/es la voz funeral de una campana,/vago remedo del postrer aliento/de un cadáver sombrío y macilento/que en sucio polvo dormirá mañana». Hace algo menos de un mes cumplí 82 años. Eso quiere decir, si damos crédito a los índices de la expectativa de vida de los españoles (las españolas viven algo más), que ya estoy estadísticamente muerto y, por así decir, en la prórroga de ese derbi entre el cuerpo y el alma que es la vida. Lo digo con humor. A mi edad los achaques son como penaltis que el sistema inmune y el elan vital desvían en el penúltimo momento. Cuando era joven y soñaba con el éxito literario, siempre me fijaba al leer la solapa de los libros en la edad que sus autores tenían cuando los escribieron. Era una estrategia de consolación, pues casi siempre resultaba, en efecto, sumamente tranquilizador comprobar que son muy pocas las buenas novelas escritas antes de los 40 años. La poesía es otra cosa, tan distinta que en ella, a menudo, sucede lo contrario. La juventud suele ser madurez en los poetas. Pero yo, que a los veinte años ya había escrito no pocos poemas, mediocres todos, aspiraba a ser novelista. Hoy sigo fijándome, por motivos muy diferentes, en la edad, mencionada por la prensa, a la que mueren los escritores. El último en hacerlo ha sido Saladrigas, y poco antes Eduardo Arroyo, y... Tantos otros. ¡Qué más da! Casi ninguno sobrepasaba la edad que tengo. Aguzo los oídos y hasta ellos llega, cada vez más cercano, ese vago clamor que rasga el viento.
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