Gerardo Granda
Ciudadano Forges
Permítanme que esta semana le dedique la entrada al fallecido dibujante
En 1997, en los años en los que casi estudié Periodismo en la Universidad Pontificia de Salamanca, un amigo organizó unas conferencias sobre comunicación a la que se invitó A Antonio Fraguas. Ya en esos años sus viñetas en «El País» eran revulsivas, inspiradoras y una declaración de intenciones para él y para nosotros. Gracias a este contacto fui muy contento con mi ejemplar de recopilatorio del diario del dibujante para que me lo firmase. A la entrada y seguido por una multitud que lo reclamaba, me acerqué nervioso rogándole que me firmara el ejemplar: «Por favor; un segundo; por favor». Al intentar acercarme por detrás le pisé hasta descalzarle, trastabilló y tuvo que detenerse. En la vorágine debió mirarme contrariado y preguntarme por la dedicatoria, pero yo sólo podía repetir: «por favor; un segundo». Y así me llevé mi dedicatoria: «Para Un segundo, Forges».
Sin duda esta anécdota es muy representativa del tipo de humor que gastaba el ilustrador que nos dejó esta semana muy huérfanos. En 2014 insistí a mis jefes para entrevistarle con la excusa de sus nuevos proyectos televisivos, «Pecadores impequeibols» y su participación en «Viaje al centro de la tele». Todas las mañanas Antonio Fraguas desayunaba puntualmente en «El espejo» de Recoletos. Se sentaba y asentía para que le trajesen siempre lo mismo, su café y su tostada e insistía «y el vaso de agua, por favor». El día de la entrevista llegó tarde y molesto, había vivido en sus carnes un episodio nacional de esos que luego dibujaba en sus viñetas de «El país». Estuvo atrapado en la renovación del DNI porque se había estropeado alguna máquina y nadie había avisado a los tenían cita previa y se había montado un típico cabreo español contra funcionarios. Que alguien hubiera dicho, «esto no nos ha pasado nunca. No nos estamos tocando los pies, tenemos unos turnos», dijo explicando su retraso.
Fue una hora maravillosa en la que yo le hablaba de lo divino y él me contestaba de lo humano entre risas y cafés. Le regalé un número de «La codorniz» y el me deleitó sobre su visión de la vida, la televisión y el humor. Me confesó que antes que ingeniero y dibujante fue falsificador de notas de matemáticas, de cómo era de estúpido el franquismo y me explicó la diferencia entre «libertad de expresión» («mala traducción del francés») y «libertad a expresarse». De cómo le denunciaban por sus dibujos y se libraba porque la mujer del juez era fan; y de la falta de educación en Historia de este país. «Patadas en la cabeza las da cualquiera. Pero es dificilísimo dar la patada en el flequillo», era su manera de justificar la importancia del humor gráfico. Era un incondicional del estereotipo español a través de la frase «que digo siempre: ‘’no si ya verás tu como’’ porque es la que une a todos los pueblos ibéricos, porque no existe ni en inglés, ni en francés, ni en italiano».
Pero sin duda de lo que estaba más orgulloso, según me dijo, es de «dos cosas: que me definan como ciudadano y que no pinte nada como ciudadano para el poder». Se sabía querido por sus lectores y con eso, y los saludos disimulados que le regalaban por la calle, era bastante. También confiesa que le sondearon desde la Real Academia, pero que agradecido declinó la oferta, y de paso, se preocupaba de «poner de vez en cuando una tilde mal puesta»; por si acaso. Genio y figura.
Para él fue un café de miércoles, para mí una lección de vida. Gracias maestro.
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