LA RAZÓN
Tesis doctorales y amor a la verdad
Por Álvaro de Diego.
No he leído la tesis doctoral del presidente del Gobierno. No lo voy a hacer. Su temática queda muy alejada de mis intereses. No opinaré, por tanto, de ella. Sin embargo, me disgusta que sus presuntas irregularidades arrojen sombras de sospecha sobre los estudios de doctorado, que, a juicio de Umberto Eco, deberían reservarse para aquellos que desean “perfeccionarse y especializarse como investigadores científicos”. Se cumplen ahora diecisiete años de la defensa de mi tesis y no he olvidado el exigente trabajo que su confección supone. En esa carrera de fondo son muchas las veces en que cunde el desánimo del doctorando y la frustración de un director cuando no halla la mejor forma de despejarle una encrucijada.
Los profesores universitarios acostumbramos a dar muchas cosas por sabidas. Y lo cierto es que el profano desconoce gran parte de lo que significa una tesis doctoral. Se trata simplemente de un trabajo original de investigación. Tras varios años de preparación, se defiende ante un tribunal y su lectura favorable habilita para la obtención del título de doctor.
En la entrada de Wikipedia cabe leer que “en el caso de los estudios científicos (sic) la extensión [de la tesis doctoral] suele ser mucho menor que en el de las Humanidades”. La definición botarate, que arrojaría a las tinieblas a disciplinas como la historia o la filología, dice mucho del oráculo global de todas las desdichas. Téngase en cuenta, además, que el gran semiólogo italiano Umberto Eco procedía de este campo. En su ineludible Cómo se hace una tesis aseveraba que también en la parcela humanística pueden abordarse “investigaciones originales”. En este caso, igualmente podía hablarse de “descubrimientos”, aun cuando resultaran aparentemente más modestos. Además de las revelaciones sobre asuntos como “la escisión del átomo, la teoría de la relatividad o un medicamento que cure el cáncer”, podían considerarse “científicos” nuevos modos de “leer y comprender un texto clásico, la localización de un manuscrito que arroja nuevas luces sobre la biografía de un autor, una reorganización y relectura de estudios precedentes que lleva a madurar y sistematizar ideas que vagaban dispersas por otros textos variados”. El abordaje adecuado de estos últimos temas podría producir, en consecuencia, resultados singulares que “los demás estudiosos del ramo no deberían ignorar”.
Sea como fuere, el gran principio de la educación, según dejó escrito Ortega en su Misión de la universidad, sigue dependiendo “mucho más del aire público en que íntegramente flota que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros”. Ello explica el mórbido deleite con la desaparición de las Humanidades. Tardé casi una década en publicar mi tesis doctoral, que desvela un episodio de nuestra historia contemporánea. La primera persona que se interesó por ella fue un joven doctorando japonés. Es el hoy doctor Sho Muto, mi buen amigo del otro extremo del mundo que, con la exquisita cortesía de su pueblo, me remite por correo ordinario una felicitación navideña cada año. Paradójicamente, a mi entonces compañero de despacho -y colega de Facultad- siempre le trajo al pairo.
En muchas defensas públicas de trabajos verdaderamente relevantes a uno se le cae el alma a los pies. Y no por la calidad de lo que se presenta, sino por el número de asistentes. En la lectura de la tesis de un colega asistimos apenas su madre y yo.
En los últimos años vienen proliferando doctorandos que hacen de su objeto de estudio cuestiones de carácter más o menos prácticas relacionadas con su actividad profesional. Nada tiene de inconveniente, pues la primera regla de una tesis pasa por la elección de un asunto que encandile al autor. Se trata tan solo de que luego el despliegue de hipótesis, metodología y recurso a fuentes sea el adecuado. Tampoco es preciso que las tesis tengan una utilidad práctica. En este sentido, Ortega mantenía que, antes que facilitar cualquier tipo de enseñanza profesional, el objetivo fundamental de la universidad era el de “asegurar la capacidad en otro género de profesión: la de mandar”. Y, a su juicio, solo estaban en condiciones de hacerse obedecer quienes eran aptos para “vivir e influir vitalmente según la altura de los tiempos”. Eran estos los mejor cualificados para “enseñar la cultura”, misión fundamental de la universidad.
Eco pensaba que las editoriales y los periódicos debían contar con la asesoría profesional de personas de amplia cultura que impidiesen errores de calado y promovieran la creación de ideas. La ramplonería de gran parte de lo que se publica hoy tiene que ver mucho con el cortoplacismo instalado en nuestras vidas. Contra él han reaccionado Jo Guldi y David Armitage, que en su polémico Manifiesto por la Historia apuntan la existencia secular de la universidad europea, que se remonta a la Edad Media. Frente a los ancestrales éxitos de Bolonia, París, Oxford, Cambridge o Salamanca, el promedio de vida media de una gran empresa del siglo XX se ha cifrado en unos setenta y cinco años. Según los autores, estas instituciones docentes, que junto a las iglesias son las genuinas “portadoras de las tradiciones y las guardianas del conocimiento profundo”, están llamadas a erigirse en centros de innovación donde la investigación no se rija únicamente por los beneficios económicos o la aplicación inmediata. La universidad dispone de la capacidad para la reflexión sobre “cuestiones a largo plazo utilizando también recursos a largo plazo”. Como director de un programa de doctorado no puedo estar más de acuerdo.
A fin de cuentas, “el amor a la verdad” carece de plazos y, como observó Hegel, constituye la primera condición de la ciencia.
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