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Topaz

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Por Álvaro de Diego

Hace ya más de dos años hice unvaticinio en este blog con motivo de la desaparición de Fidel Castro. Anticipé que sus herederos no nos sorprenderían con una Ley para la Reforma Política a la cubana que abriera las grandes alamedas de la libertad. Estaba seguro de ello y lamento sinceramente no haberme equivocado. Cuba continúa siendo un pudridero para los derechos humanos. Y, lo que es peor, aún disfruta de cierta comprensión ideológica debido a esa combinación de mentira, cerrazón y selección interesada de los hechos de la que tanto hablaraRevel.

Hace medio siglo el mago del suspense rodó una película atípica en su filmografía. Sin el respaldo ya de quien le permitía esquivar los embolados (un productor como Selznick), Alfred Hitchcock se plegó a un desastroso proyecto de la Universal. Topaz fue una cinta de espías ambientada en la Cuba de la crisis de los misiles. Se inspiraba en una novela de León Uris “cuyos únicos méritos consistían en basarse en una historia verdadera”, según apuntó François Truffaut. El libro había sido prohibido en Francia porque desvelaba la existencia de un agente soviético en el entorno del general De Gaulle.

La empresa reunía todas las papeletas para el descalabro. No había una buena historia y su autor perdió un tiempo precioso en la adaptación a la pantalla (“para mí una buena película está terminada en un noventa y nueve por cien cuando está escrita”, había asegurado el cineasta británico). El argumento resultaba embrollado y Sean Connery rehusó el papel principal. A fin de cuentas, Umberto Eco había destacado las virtudes de la economía narrativa en los relatos de 007, personaje que ya había encumbrado a Connery.

Aunque el elenco de Topaz lo integraran también sólidos actores franceses (Michel Piccoli y Philippe Noiret, en especial), la pareja protagónica dejaba mucho que desear. Fréderick Stafford encarnó al agente francés que acudía a la Cuba castrista. Obtuvo parecidos resultados a los que alcanzaba un desconocido modelo australiano que interpretó a Bond por entonces. A ello se sumaba que el talento de su partenaire, la alemana Karin Dor, estaba bastantes cuerpos por debajo de su belleza. Por si fuera poco, Hitchcock hubo de rehacer, y lo hizo chapuceramente, el final de la obra al comprobar el sarcasmo con que se acogió en un preestreno. Los jóvenes californianos que asistieron al pase se habían burlado del duelo a pistola a consecuencia del cual se dejaba matar el agente soviético desenmascarado.

Topaz fue un fracaso de taquilla y de crítica al que no fue ajeno su mensaje anticastrista: la policía cubana torturaba a los opositores en el filme y la nomenclatura del Partido Comunista aparecía como una estrafalaria galería de barbudos desaliñados. La Revolución gozaba de inequívocas simpatías entre el progresismo occidental una década después de que Fidel Castro entrara en La Habana, lo que acarreó no pocos perjuicios a un orondo realizador que siempre había rehuido hablar de política. “Soy demócrata, pero en lo que concierne a mi dinero vuelvo a ser republicano”, habría confiado por aquellas fechas el artista británico instalado en los Estados Unidos.

Pese a todo, el largometraje contiene destellos del genio, en especial en el interludio cubano. Un maravilloso plano cenital resume el disparo que acaba con la vida de la disidente interpretada por Dor. En ese instante de muerte, su vestido toma vuelo como los pétalos de una flor que se abre.

Topaz tiene demasiado de metáfora. Sobre la libertad creativa, la impudicia del panfleto o los dobles raseros de medir en la política. Puede explicar muchas cosas acerca del pudor que contienen las grandes obras de arte. Y de lo obsceno con que lo contamina todo la ideología. “Me llamo John Ford y hago películas del oeste”. Escueta declaración de principios la del más grande de los cineastas. El irlandés del parche en el ojo fue considerado frecuentemente un “fascista”, pero hay más verdad en uno solo de sus planos que en todos los libelos que en el mundo ha habido, incluidas las cínicas confesiones de un hombre nefasto que atendía al nombre de Rousseau.

Hoy el mago del suspense, que no recibió un solo Oscar, figura entre los genios del séptimo arte. Y el castrismo aún tiene quien lo defienda.