Coronavirus

Crece la desconfianza entre vecinos por el coronavirus

El temor al contagio y la prolongación del aislamiento forzoso crean angustia y miedo cada vez que salimos a la calle y nos relacionamos con extraños

Largas colas para comprar en los establecimientos que no ha cerrado el Gobierno
Una mujer entra a hacer la compra a un supermercado en plena crisis sanitaria por coronavirus donde los españoles llevan confinados en sus hogares más de una semana y la gran mayoría de establecimientos que no son de primera necesidad permanecen cerrados, en Madrid (España), a 23 de marzo de 2020.23 MARZO 2020;CORONAVIRUS;VIRUS;SUPERMERCADOMarta Fernández Jara / Europa Press23/03/2020Marta Fernández JaraEuropa Press

Marta es una mujer con dos niñas pequeñas que no tiene ayuda de nadie para su día a día. Las veces que ha tenido que ir al supermercado ha tenido que llevarse a las pequeñas con ella, porque dejarlas solas en casa sí parecería una temeridad. La última vez que salió a comprar fue detenida por las fuerzas de seguridad, quienes le preguntaron a donde iba y le dijeron que no podía salir con las pequeñas. Ella contestó desesperada que no podía hacer otra cosa, que era madre monoparental y se veía forzada a ello. “¡Juro que no lo hago porque quiera. Dios, tengo miedo cada segundo!”, exclamó angustiada. La policía la dejó marchar, no sin antes hacer que demostrase que era madre monoparental y que se encargaba sola de las niñas. Eso hizo. Al llegar a casa, sintió que una puerta se cerraba al ver que abría la puerta del ascensor. La policía le había informado que había sido denunciada por un vecino, ¿pero cual?

La situación de estrés que el encierro y la pandemia están ocasionando en la población ha hecho que muchos estén más susceptibles y nerviosos en su relación con los desconocidos. Por un lado, todos son potenciales contagiadores y el distanciamiento social que se predica constantemente refuerza la idea del otro como mal. Por otro, el aislamiento prolongado hace que la idea de uno mismo se refuerce todavía más en comparación con el otro, con lo que hace crecer la intolerancia hacia lo extraño y potencia tendencias egocéntricas e individualistas. Es lo que sucedió después de la pandemia de la gripe española de 1918, que el sentimiento de comunidad se rompió por completo y se acentuó los átomos más cerrados de familia. Esto podría volver a ocurrir cuando termine el encierro. Nadie irá corriendo a abrazar a su vecino cuando el confinamiento acabe, o quizá sí, pero antes del abrazo mirará con suspicacia en busca de encontrar el valor necesario para atreverse a hacerlo. “Los grandes shocks en la sociedad siempre llevan consigo un cambio mayor en el status quo, y a veces son a mejor, pero otras a peor”, asegura Petet T. Coleman, profesor en psicología de la universidad de Columbia.

Esto ya se puede ver en los crecientes conflictos que ocurren diariamente en los supermercados y que gracias al miedo al contagio se convierten en ridículas riñas a distancia. Silvia, una mujer de 40 años que está pasando el aislamiento en solitario, salió a comprar. Una vez en el supermercado, se paró en los cafés y buscó la marca que suele comprar. Al cabo de dos segundos, ya oía a una señora de unos 60 años recriminarle que estaba tardando mucho, que estaba infringiendo los códigos de distancia, y antes de que pudiese contestar, ya la estaba acusando de insolidaria y criminal. Todo esto sin decir ni una palabra, sólo estando quieta frente a un bote de café instantáneo. Lo mismo le ocurrió a Montse, mujer casada y con dos hijos, en un kiosco. Y las historias similares se acumulan. Muchos son los gritos que se oyen de queja ante gente que no respeta las filas, aunque lo haga sin querer, sin darse cuenta, o por pura torpeza. Ya no hay paciencia, sino desagrado instantáneo. La paciencia respecto al otro siempre se agota en situaciones de tensión y realza la repulsión social y el enfado compulsivo. No existe el beneficio de la duda, sólo la duda como imperativo, es decir, la constante angustia y el grito como respuesta.

En el inicio de la pandemia, cuando conocimos el brote masivo de Wuhan, se identificaron con rapidez actos racistas contra la comunidad China en todo el mundo. Se identificaba virus con China, y por extensión con los chinos, con lo que esta fácil y equívoca representación del mal dotaba a aquellos que la sentían una sensación de control y traquilidad. Ahora, ya no existe representación determinada del mal, así que el prejuicio es absoluto y colectivo. Ahora a todos “los que no son yo” les proyectamos nuestros miedos y frustraciones, en algunos casos hasta llegar a grados de paranoia. La semana pasada echaron a puñetazos a un hombre de un supermercado en Londres porque había tosido y era sospechoso de tener coronavirus. Y no es un caso tan aislado.

El riesgo, si esta situación se prolongase, es que el llamado mundo virtual logre su definitiva afianzación, y se busque “vivir” en estados lejos del mundo real. “Hasta ahora nos preguntábamos si había una buena razón para hacer algo online. Ahora pensaremos al revés, ¿hay alguna razón para hacerlo en persona?”, asegura Deborah Tannen, profesora de Lingüística de la Universidad de Georgetown. Los mismos patrones de la pandemia de gripe española se están repitiendo. Esperemos que aprendamos a vivir en comunidad de otra forma y no a aislarnos asépticamente, convirtiendo a todo lo externo, a todo lo que no soy yo, en el mal. Esperemos que seamos más como la gente que sale al balcón y apalude el esfuerzo de nuestros sanitarios y acepta resignada el confinamiento si esto ayuda a salvar vidas ajenas, que la persona que luego sale a comprar y teme a los demás y le irritan de sobre manera. En cualquier caso, está claro que el mundo ha cambiado para siempre. Esperemos que sea a mejor.