Cataluña
Florencia 1630, el primer confinamiento masivo de la historia y el desastre económico que vino después
La ciudad toscana cerró por completo para combatir un brote de peste que acabó con el 12 por ciento de la población y destruyó su industria textil
Una campesina, una sola joven aldeana que atravesó los Apeninos para volver a su pequeña población, fue la causante de uno de los brotes de peste más mortales de la historia. En Florencia, en 1630, obligó a confinar por completo a toda la ciudad, encerrando a sus habitantes en sus casas, estuvieran sanos o enfermos, en lo que la historia recoge como el primer confinamiento masivo de la historia. Hasta entonces se habían puesto en cuarentena secciones de ciudades o casas de enfermos, pero nunca se había llegado al extremo de confinar a 75.000 personas, en un intento desesperado de contención de una enfermedad. Y lo hicieron con éxito, a pesar de los números.
En Florencia murieron 9.000 personas, el 12 por ciento de una población que entonces tenía 75.000 personas. En ciudades que no llevaron acabo medidas tan restrictivas fue peor. En Venecia, por ejemplo, murieron 46.000 personas, el 33 por ciento de la población, y en Milán la dramática situación llevó a que muriera el 46 por ciento de la población, un total de 60.000 personas, con escenas constantes de pánico y terror como escribió de forma tan brillante Manzoni en “Los novios”, la mejor novela sobre pandemias de la historia.
Los historiadores aseguran que Venecia nunca se recuperó y dejó de ser una importante fuerza económica después de aquel enfrentamiento con la muerte. Un segundo brote en Milán, por ejemplo, acabó con la moral de sus habitantes. Las autoridades, que creían que lo peor de la enfermedad ya había pasado, liberaron las medidas de contención por el carnaval. La consecuencia fue dramática.
La peste llegó primero a Milán en 1929 por culpa de soldados alemanes y franceses que combatían en Mantua. A partir de allí se extendió por toda la zona, aislando los diferentes territorios en busca de impedir que se extendiese la enfermedad. Fue entonces cuando las autoridades del Gran Ducado de Toscana ordenaron cerrar los pasos por los Apeninos, sin éxito.
En Florencia, la gente estaba obligada a quedarse en casa sin excepción. En septiembre se contabilizaron en la región 600 muertos, en octubre, 1.000 y en noviembre 2.100. Las autoridades decidieron entonces la cuarentena general de la ciudad y en enero ya estaban todos obligados a quedarse en casa. Ciudades como Milán o Verona también implementaron estas medidas después, con castigos ejemplares para todos aquellos que se saltaban la cuarentena. En Florencia fueron un poco más tolerantes, aunque sí que encerraban en prisión un par de días a los infractores. Se calcula que fueron detenidas 550 personas. La gente, por tanto, respetaba con disciplina las medidas y como ocurre hoy día en España e Italia, conversaba de balcón a balcón. Son famosas las canciones que se cantaban los unos a los otros para pasar el tiempo, imagen que hemos visto también estas semanas.
Por supuesto, se prohibió toda actividad pública, se suspendieron las clases, los populares juegos del palio en las plazas, el fútbol de aquel entonces, los bailes, el teatro y cerraron todas las tabernas, posadas y garitos. La economía, como ahora, se detuvo por completo. Tampoco había procesiones ni misas en las iglesias. Habían frailes que te podían confesar desde la ventana de tu casa y había misas en los cruces con los fieles a una distancia prudencial, como si ya conociesen entonces las normas del distanciamiento social.
La primera obsesión de las autoridades sanitarias fue encontrar al paciente cero, para rastrear, como sucede hoy, a todos sus contactos y asilarlos por completo durante 40 días. En teoría, se necesitaban 22 días para ver si una persona desarrollaba la enfermedad y moría. Algunos de estos posibles enfermos los trasladaban a centros específicos de aislamiento situados a las afueras de la ciudad.
Una vez delimitada la población local, se intentaba controlar que nadie extranjero entrara y se establecían cordones sanitarios para impedir la llegada de viajeros. También se enviaban misivas a las poblaciones cercanas para avisar de que allí se había despertado otro nuevo brote de peste. El problema de todas estas medidas de contención fue el descalabro económico que provocaron. La industria textil de la ciudad, por ejemplo, una de las que más riqueza generaban, se paralizó prácticamente por completo.
La primera medida fue regular el comercio y prohibir cualquier intercambio con otras ciudades. Se paralizó así el comercio internacional y se empezó acumular las prendas en las sastrerías. Entonces se creía que la enfermedad se transmitía por el aire, de contacto persona a persona, y que este “aire” infectado se enganchaba con facilidad a la ropa. Esto hizo que se prohibiese la venta de prendas de segunda mano, más asequibles, y se quemaba toda aquella que se sospechaba había entrado en contacto con algún enfermo.
Lo curioso es que, como ha ocurrido ahora, sí que se permitió a ciertos trabajadores que siguieran en sus puestos de trabajo sólo si se quedaban allí y no volvían a sus casas. La idea era mantener, al menos, un mínimo de la economía funcionando. La activación económica que vino después fue lenta y ya no volvió a ser como antes. Esperemos que la historia no se repita.
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