Cataluña
La inmunidad del movimiento “okupa”
Nuestro Código Penal de 1995 en su redacción inicial introdujo como novedad el castigo de lo que actualmente es conocido como movimiento Okupa. Las características que hizo constar el legislador para su condena (y cuya redacción no ha sido corregida desde entonces) son simplemente que la ocupación sea pacífica, en un inmueble ajeno que no constituya morada, y sin la autorización debida del dueño.
La introducción de este ilícito en el Código Penal no podía tener otra finalidad que la de otorgar al derecho a la propiedad privada los mecanismos de protección rápida y eficaz que ofrece la investigación penal. Sin embargo, pese a que el precepto sigue en vigor, ello no obedece en absoluto a la realidad, y más si tenemos en cuenta que desde el 2015 la pena con la que se castiga a este delito lo ha descendido a la categoría de infracción leve.
La jurisprudencia actual, de manera prácticamente unánime, se ha mostrado estricta e inflexible a la hora de especificar qué requisitos deben ser los concurrentes para castigar y desalojar al okupa, pues parte de la base de que no toda ocupación pacifica de una vivienda ajena sin autorización debida es merecedora de la tan privilegiada protección penal, y exige que el daño que se efectúe a la propiedad sea “grave”.
Dicha gravedad se valora atendiendo a la imposibilidad del legítimo propietario de poseer el inmueble, lo que a priori es una consecuencia inherente a toda usurpación, pero sin embargo se limita la tutela penal a que la conducta del ocupante ha de entorpecer una posesión efectiva, lo que prácticamente reduce a cero la casuística, pues si el delito exige que el inmueble no sea domicilio habitual difícilmente se le ocasionará la lesión grave exigida.
La tendencia jurisprudencial en los últimos 25 años ha ido encaminada a la casi hoy total desnaturalización del tipo y desafección del bien jurídico protegido, pues ha sido doctrinalmente muy criticada la intervención del derecho penal en usurpaciones no violentas defendiendo la obtención de una mejor resolución con los medios que ofrece el derecho privado, ya que es principio inspirador de nuestro ordenamiento jurídico la intervención mínima del Derecho Penal que significa que este debe ser la ultima ratio de la política social del Estado para la protección de los bienes jurídicos más importantes frente a los ataques más graves que puedan sufrir.
Sin embargo, tampoco podemos afirmar con orgullo la efectividad de los procedimientos interdictales o de desahucio que contempla nuestra legislación civil para recuperar la posesión y el dominio, pues la falta de jueces, la escasez de medios, y el colapso de asuntos, sumado a las facilidades legales de las que dispone el demandado ocupante para impedir el lanzamiento inmediato, hace que un ciudadano que se ha visto privado de su propiedad no la recupere en un año por lo menos y asumiendo un coste elevado por la judicialización del conflicto y el mantenimiento del inmueble, cuando la ley a su vez ofrece soluciones que podrían facilitar el desalojo del extraño prácticamente al día siguiente de su intromisión.
Por otro lado, este marco de impunidad favorece la existencia de conductas ilícitas que escapan de una eficaz respuesta punible. En este sentido, existe el fenómeno reciente de los que podríamos llamar agentes inmobiliarios encubiertos, quienes con un claro abuso de esta situación y de la penuria económica del que se ve en la necesidad de ocupar, han creado un auténtico negocio consistente en facilitar el acceso a dichos inmuebles a cambio de importantes cantidades de dinero, y la concepción actual del delito impide ser imputados como inductores a la comisión del mismo, pues no cabe penalizar la inducción a una acción que no obtiene castigo.
Otra problemática que favorece esta permisividad es la conversión de estos inmuebles en centros de operaciones de redes y organizaciones criminales dedicadas a la comisión de delitos tan graves como el tráfico de drogas, pues impide una actuación inmediata de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado que tienen limitada su entrada bajo la obtención de la preceptiva autorización judicial, ya que en este sentido al okupa se le considera como el legítimo morador del inmueble que ha usurpado.
La inexistencia de una respuesta político-social efectiva al que se ve en la angustia económica de ocupar un bien ajeno no puede permitir un cumplimiento sesgado y deficiente de nuestro Código Penal que contempla desde hace 25 años una solución contundente para proteger el derecho de propiedad de las personas ante estos ataques ilegales, muchos de ellos jubilados o familias que tienen segundas residencias.
Un Estado de Derecho se erige en su sujeción a la ley que en todo caso debe aplicarse con firmeza, pues la existencia de las leyes sin la exigencia de su cumplimiento genera un sin sentido en el que el delincuente puede verse fortalecido.
Bea García-Valdecasas es magistrada y miembro de la Asociación Profesional de la Magistratura
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