Opinión

La novela rural

Juan Marsé asomado al barrio sobre el que tanto escribió.
Juan Marsé asomado al barrio sobre el que tanto escribió.Edicion7

Tampoco entre las novedades editoriales de este otoño aparece ninguna novela rural, que se cultivó en los años cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo pasado sin demasiados alardes y tuvo en Camilo J. Cela (La familia de Pascual Duarte), Miguel Delibes (El camino, Las ratas, Los santos inocentes, esta última ya de los ochenta) y Jesús Fernández Santos (Los bravos) los más conspicuos representantes.

Luego la crítica decretó por nadie sabe qué razones su defunción y empezó a renegar y echar pestes contra los que la escribían, y vino la novela urbana, con especial atención a los barrios y la periferia (Tiempo de silencio, de Luis Marín Santos, Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, por citar las pioneras), y fue esta bendecida y hasta mitificada, y se quedó la rural a verlas venir.

A lo mejor es que la sociedad española era entonces esencialmente rural, y de ahí que los señores críticos no vieran nada anómalo en que la novela lo fuera también, y que luego, con el trasvase masivo del campo a la ciudad, y preparándose ya el país para llamar a las puertas de Europa, escritores y lectores se sintieran de repente más finos y cosmopolitas, ufanos de su recién adquirida condición de urbanitas, y un poco avergonzados de la que por suerte acababan de dejar atrás. De manera que el pueblo con todos sus atrasos, y la mentalidad y las costumbres campesinas desaparecieron poco a poco de las novelas españolas al cabo de los años. Que se pone uno a repasar los últimos tiempos, de la Transición para acá, y pueden contarse con los dedos de una mano las novelas ambientadas en un marco rural: La lluvia amarilla, de Julio Llamazares; Intemperie, de Jesús Carrasco; Los asquerosos, de Santiago Lorenzo; Un amor, de Sara Mesa…

Y en las mismas se sigue ahora, que no se hace novela rural (el término mismo suena muy antiguo) porque los lectores son ya todos urbanos y los que quedan en el medio agrario viven y piensan y se expresan –requiescat in pace el vocabulario campesino, atropellado por la televisión– como en las ciudades, y lo rural y agropecuario ha desaparecido porque los pueblos o se han ido despoblando (ya no hay escuelas rurales, ni párrocos rurales, ni médicos rurales) o se han convertido en ciudades pequeñas, que ese es el intríngulis de todo: en España ya solo quedan grandes ciudades o metrópolis, capitales de provincia que aspiran a serlo (para lo cual es imprescindible contar con los servicios básicos de aeropuerto, estación de AVE, museo de arte contemporáneo y auditorio musical), ciudades pequeñas que se estiran para ser ciudades grandes, pueblos grandes que hacen todo lo posible por convertirse en ciudades pequeñas y pueblos pequeños con un puñado de habitantes, todos jubilados, o solo un par de viejos, como el que sirviera de escenario a otra de las novelas de Miguel Delibes, El disputado voto del señor Cayo, de 1978, cuando la España vaciada empezaba a ser una realidad, aunque aún no se hablara de ella.