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El paisaje de un escritor

Jaime Gil de Biedma en la Castilla del verbo

Un libro recorre la genealogía literaria y estética del gran poeta barcelonés, además de su relación con un paisaje fundamental en su obra

El poeta Jaime Gil de Biedma, en una imagen de su juventud, acompañado de su madre larazon

Van pasando los años y Jaime Gil de Biedma se nos aparece más grande. Se nos dibuja como una suerte de gigante gracias a una obra literaria no muy extensa, pero que no hace más que ganar adeptos con el paso del tiempo. Por eso queremos saber más sobre el fundamental autor barcelonés de «Las personas del verbo». Un momento: acabamos de escribir barcelonés y Jaime Gil de Biedma, en efecto, fue un autor que nació, vivió, escribió y murió en la capital catalana. Sin embargo, una parte de sus raíces se encuentra en tierras de Castilla y es allí, concretamente en La Nava de la Asunción, donde descansan sus restos, en la misma localidad en la que transcurrieron muchos días felices en la casa familiar.

Siguiendo esa estela se encuentra un libro que acaba de publicarse de la mano de Factoría Cultural Martínez. «La Castilla de Gil de Biedma», de Andreu Jaume e Inés García-Albí, ilustrado por Marcos Isamat y José Antonio García-Albí, es un viaje por una parte de la cartografía humana y literaria del escritor. Estamos ante una propuesta interesante porque indaga en aspectos que suelen ser olvidados en los muy sesudos estudios que se han dedicado en ocasiones al poeta.

Castilla, como apunta en un inteligente ensayo Andreu Jaume, probablemente la persona que más ha estudiado a nuestro protagonista, supone para Gil de Biedma «la actualización de una problemática constitutiva del Romanticismo que podríamos resumir en la caída del hombre moderno en la temporalidad y la consecuente despedida de la naturaleza».

Pese a que podríamos entender que el autor de «Compañeros de viaje» era un hombre urbano, la naturaleza jugó un papel importante en muchos de sus escritos. En este sentido, ¿cómo definía el paisaje? Lo veía, según sus palabras, como «altiplanicie ligeramente ondulada: páramos y tierras de sembradura alternando con viñedos y pinares: dos o tres tesos rocosos y algunas encinas; ríos de escaso caudal, ringleras de álamos. Del lado de levante, cordillera a lo lejos, cubierta de nieve en invierno».

Una de las grandes virtudes de este trabajo es que nos permite recorrer lo andado por Gil de Biedma en tierras castellanas. Eso es algo que sabe de primera mano Inés García-Albí, tanto por su estudio del poeta como por el hecho de ser familiar directo y, por tanto, conocedora de datos fundamentales para entender más y mejor de los vínculos entre su tío y Castilla. Es emocionante leer los pasajes dedicados a la casa de La Nava de la Asunción, «un reino afortunado», en palabras de García-Albí, y que finalmente fue puesta en venta.

Aquella casa se mantiene aún, aunque del querido jardín que tanto adoraban el poeta y los suyos, ya no queda rastro alguno por culpa de esta manía por construir. En su diario, Gil de Biedma recogía la felicidad, tras pasar muchos días en cama enfermo, que le suponía volver a ese pequeño paraíso: «Me instalo a la sombra del álamo blanco –más viejo el pobre, con muchas menos ramas– y pronto dejo a un lado los papeles para dedicarme por completo a mi hora de aire libre, a la maravillosa lentitud de un día clásico de agosto sin una sola nube. Distingo cada olor y como varía y se suma a todos los otros: el de la tierra caliente, el de la acacia a mi espalda, el de los setos de boj que ahora ya sé a qué huele a siglo XVI».

Las páginas nos llevan también hasta Segovia donde se encontraba el café La Suiza, un establecimiento visitado por el poeta, como recordaba en su diario cuando en 1956 estaba convaleciente de tuberculosis en la Nava: «Me siento en la terraza de La Suiza, a gozar de mi día de enfermo en asueto, y de sol cálido y de la incesante vivacidad del aire. La plaza tan digna, tan poco pretenciosa como siempre: quiosco, acacias y soportales –buenos de pasear–, se ven bastantes extranjeros y uno diría –¿será ilusión?– que esta vida provinciana española se va haciendo menos esteparia, que intenta amueblarse y ensaya volutas. Ya veremos».

Inés García-Albí, en su ensayo, nos invita a pasear, pero también a «activar la nariz», a oler los perfumes y aromas de Castilla que atrajeron a Jaime Gil de Biedma, pero también a que tengamos la vista preparada para recorrer con la mirada rincones, calles y campos. Entre esos lugares que conviene visitar en Segovia está, como es lógico, la pensión que en su día ocupó Antonio Machado, hoy convertida en casa-museo en recuerdo del autor de «Juan de Mairena». El barcelonés sentía gran afecto por Machado hasta el punto de asegurarle a otro gran poeta, a Jorge Guillén, que «la lectura de Don Antonio me producía cada vez sorpresa y casi impaciencia –porque parece que uno no acaba nunca con él: cada vez descubrimos que es mucho mejor de lo que le recordábamos».

Ya sea caminando, conduciendo un coche, montado en una bicicleta o a caballo, «La Castilla de Gil de Biedma» no quiere lectores pasivos, sino activos, con ganas de ponerse las botas y ensuciarlas con tierra, por ejemplo, con destino hacia el castillo de Coca, tan idolatrado por el poeta. Y si alguien lo duda no tiene más que coger el diario escrito en 1956 en el que anota con nada disimulada pasión que «creo que quiero con tal fuerza al castillo de Coca que, si pudiese, me acostaba con él».

Mención aparte merecen las ilustraciones a doble página de Marcos Isamat, tan evocadoras como alejadas de la imagen de postal, así como las fotografías de tinta de José Antonio García-Albí. En definitiva, un libro para leer y caminar.