Opinión
Maestros y profesores
Es la suya una labor trascendental que nunca ha tenido el reconocimiento que merece
Rige todavía para uno en ciertas cosas el calendario de la infancia, porque la memoria tiene sus intransigencias y no consiente que nos desprendamos de algunas fechas que marcaban aquel tiempo. Por ejemplo, la del 7 de marzo, festividad de Santo Tomás de Aquino, patrón de los estudiantes, al que hoy, por los vaivenes de la liturgia, se le honra el 27 de enero. Con tal motivo, teníamos los escolares de entonces un día de fiesta, y el recuerdo de aquella jornada es el hilo del que tira ahora el teclado para tributar un pequeño homenaje a los encargados de formar a esos estudiantes, una labor trascendental que nunca ha tenido el reconocimiento que merece.
Los maestros de la primera enseñanza, que se contentaban con enseñar –y hacían muy bien, porque eso es lo primero y principal a esa edad temprana– a leer, hacer bien las cuentas y escribir con buena letra. Por hacer bien las cuentas se entendía, naturalmente, saber sumar, restar, multiplicar y dividir. Y en cuanto a lo de la buena letra, con eso era con lo que se conformaban aquellos hijos de campesinos que a duras penas aguantaban en la escuela hasta los catorce años, o acudían a ella por temporadas, cuando las labores del campo se lo permitían.
Los profesores de bachillerato, una profesión noble, y la ennoblecieron aún más algunos ilustres de la pluma que dedicaron a ella alguna parte de su vida, como Antonio Machado, que es el patrón de los profesores de instituto, o Gerardo Diego, autor del poema (Brindis se titula) que se lee todavía hoy en muchos centros para solemnizar la despedida por jubilación de algún miembro del claustro. El alto nivel de la enseñanza pública en los institutos hasta que unas leyes y normativas embusteras arrasaron con todo es un legado imborrable en las generaciones que pasaron por las aulas en la segunda mitad del pasado siglo, la época de los seis cursos de bachillerato con dos reválidas y el Preu, y luego, ya a partir de los 70, los tres cursos de bachillerato y el COU tan añorado.
Pasó un servidor media vida en las aulas, y disfrutó en ellas dando clase, y aprendió mucho más en esos años que en toda la carrera, de los alumnos y de la experiencia, y sacó en conclusión, y con ese ánimo se retiró cuando le llegó la edad, que si volviera a ser joven escogería sin dudarlo la misma profesión… Claro que las nuevas leyes educativas no habían empezado todavía a desmantelar el edificio, y los fárragos pedagógicos no habían acabado por demolerlo, y los profesores dedicaban su tiempo a preparar las clases y no a rellenar los papeles de la burocracia, que este es el panorama que se abate ahora sobre la enseñanza. Con lo cual a lo mejor se lo tendría uno que pensar dos veces, lo de volver a las aulas.
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